Decía Proudhon, que fue un filósofo anarquista francés, idealista del mutualismo y célebre por su afirmación de que toda propiedad es un robo, que ser gobernado implica ser “observado, inspeccionado, espiado, dirigido, regulado, escriturado, adoctrinado, sermoneado, verificado, estimado, clasificado, censurado y ordenado por seres que no poseen los títulos, el conocimiento ni las virtudes apropiadas”. Es una verdad como una catedral. Lo constatamos al descubrir que la Generalitat de Torra, intelectual del supremacismo, autorizó que una panda de dogmáticos de la inmersión lingüística –por supuesto, subvencionados– espiara a los profesores y a los alumnos en los colegios de Cataluña para comprobar si en las aulas y en el recreo usaban el catalán o el castellano para entenderse.

El plan de observación –curioso término– se llevó a cabo con todas las bendiciones tribales en cincuenta centros escolares, donde los espías lingüísticos se presentaban “de incógnito”, hablando en inglés y con la excusa de organizar “actividades lúdicas”. Una vez dentro de los colegios, fiscalizaban con esmero –el detallismo es uno de los rasgos de los fanáticos– cuál era la lengua espontánea. Ni los docentes ni las familias de los alumnos –menores– tenían constancia de ser las cobayas de un experimento de ingeniería social, que es una de las prácticas preferidas por los regímenes totalitarios. Su conducta ha servido para que la Plataforma per la Llengua –que es el nombre oficial de la secta– constate que menos de un 30% de los alumnos y profesores de Cataluña se comunican en catalán, optando en su mayoría por el español. ¡Bienvenidos al Mediterráneo!

Para los espías de Torra, este dato –empírico, aunque obtenido de forma ilegal– supone un escándalo porque demuestra el incumplimiento de la ley de educación regional que, fiel al credo nacionalista, en su momento estableció –lo hizo una mayoría parlamentaria incapaz de respetar a minorías representativas que son mayorías sociales– que para ser catalán había que dejar de hablar y entender el castellano. El episodio, que se suma a otros muchos, como el caso de la niña del colegio Font de l'Alba de Terrasa, agredida por una profesora porque en un ejercicio escolar se atrevió a pintar la bandera de España, demuestra el mayúsculo grado de delirio al que han llegado los independentistas, capaces de espiar a niños para evaluar sus políticas segregacionistas. Nos dice, también, algo más: la obstinación del soberanismo por crear una raza aria, inequívocamente catalanufa, tras décadas de pujolismo, es un rotundo fracaso. Lo natural (en este caso el uso del castellano) se impone. Da igual lo que diga el Estatuto de autonomía o las tablas de la ley de Moisés.

La lengua es el territorio de la libertad, el único espacio (sagrado) en el que los individuos –sin tener que obedecer a ningún clan, sin ataduras, sin miedo– nos expresamos como somos. Lo que sucede en los colegios catalanes no es una anomalía –como la califican los espías amarillos– sino un acto de libertad al desnudo. Sin propaganda, sin manipulación, sin componendas. Demuestra que la inmersión lingüística nunca ha sido una forma de defender y divulgar el catalán, que puede hablarse ahora y antes con libertad plena. Es una manera perversa de segregar a la gente entre los candidatos a formar parte de la familia y los extraños, aunque sean vecinos, compañeros de colegio y colegas de trabajo. 

Según los espías amarillos, Cataluña vive “una situación de emergencia lingüística” que debería intensificar la eliminación del castellano, al que no defiende ni el propio Estado, que debería ser tan garante del uso de las lenguas regionales como del idioma común. La milonga de que el catalán está al borde de la extinción –compuesta siguiendo la lógica victimista de quienes en cuanto pueden se convierten en inquisidores– es uno de los fakes habituales de TV3. Ni lo está, ni lo estará mientras los hablantes, por decisión propia, lo usen para expresarse, en lugar de para distinguirse de sus iguales. Es un hecho natural de Cataluña, que es una sociedad netamente bilingüe.

Lo que los nacionalistas no entienden –ni aceptan– es la evidencia subsiguiente: el castellano también es la lengua natural del país, como diría, tras liarse un cigarrillo, el gran Josep Pla. Que tengan que espiar a los niños en el recreo para confirmarlo denota su incapacidad para asumir que nadie, tenga la ideología que tenga, va a renunciar a elegir cómo expresarse. La represión del español en Cataluña practicada por el nacionalismo no ha acabado con el castellano. En primera instancia, porque su uso es una opción personal, familiar y cultural. En segundo, porque continúa siendo la lengua mayoritaria entre los propios catalanes. And last, but not least, porque, en términos de eficacia lingüística, es útil.

Ninguna ley puede, aunque lo pretenda, establecer la identidad por decreto. Uno es lo que es por elección propia. Y, en determinados años de la vida, probablemente también por oposición a la imposiciones ajenas. No es cierto que el problema territorial español tenga que ver con la lengua ni con la cultura. En España cada uno puede ser lo que quiere. Tiene que ver con el dinero, que es el verdadero lenguaje universal, “pues de puro enamorado/Anda continuo amarillo”, como escribió, con su prodigioso castellano, don Francisco de Quevedo y Villegas, señor sombrío de la Torre de Juan Abad.