Será por el momento especial que vivimos todos los ciudadanos con la pandemia del Covid-19 o por la singularidad de la política catalana en los últimos años, que hoy se respira un aire de tensa tregua en la política catalana.

Nadie en el nacionalismo quiere soliviantar los ánimos cuando Cataluña se está vendiendo como destino turístico para el resto de España. Todos los partidos, secesionistas o constitucionales, velan armas y aceleran los preparativos para una cita electoral de fecha incierta, pues solo Quim Torra puede acelerarla o retrasarla.

Una de las virtualidades del procés que lanzó el errático navegante Artur Mas fue la capacidad de aglutinar bajo unas mismas siglas a catalanes nacionalistas de diferente signo. Desde la derecha conservadora representada por la antigua y corrupta CDC, pasando por el centro izquierda de ERC hasta el extremo radical de las CUP (emparentados no solo por vía familiar con los primeros). Bastó con alentar un poco más de lo habitual la hispanofobia y construir un quimérico relato de Cataluña independiente para soliviantar los ánimos confortables de una parte de las clases medias de la región, algunas de las cuales gozan de un elevado grado de prescripción política en sus entornos. El silencio cómplice de la burguesía y las élites dominantes en todos los ámbitos fueron suficientes para edificar un creciente malestar colectivo que derivó en un nuevo nacionalismo más transversal en lo ideológico, xenofóbico y desacomplejado en lo lingüístico y social. Se trataba de meter la directa en el tractor que condujo Jordi Pujol desde que alcanzó el poder para convertirlo en un bólido soberanista.

Hoy todo ese magma subsiste entre dividido, hastiado en una parte, y ultramontano y radical en otra. No podrán compartir siglas durante años porque se insultan, se recriminan entre ellos y han asumido que poseen acentos tan distintos que la canción coral resulta casi imposible. Solo ERC aparenta un cierto orden como partido. La antigua CDC se ha astillado en mil pedazos: los que encabeza Carles Puigdemont desde su cobarde retiro centroeuropeo; quienes aún transitan por el PDECat; los neoconvergentes jóvenes que se atrincheran alrededor de Primàries; los fundadores del neonato Partido Nacionalista Catalán al modo vasco; y los trozos más pequeños de lo que se ha dado en llamar catalanismo político, poco más que un soberanismo de baja intensidad y sin afrentas a Madrid. En ese último ámbito viven los herederos de Unió Democràtica y otros exconvergentes con una sopa de siglas y partidos que hasta resulta difícil recordar a quienes nos dedicamos a esto de forma profesional (Convergents, Units, Lliures...).

Las posibilidades de éxito de un nacionalismo centrado que irrumpa en la zona templada de la sociedad son escasas. Entre otras razones porque ya se encargarán Puigdemont y Oriol Junqueras de forzar sus mensajes para expulsarlo del mapa. Pueden concentrar votos inútiles que ni den gobernabilidad, ni frenen la abstención, ni tan siquiera devuelvan el coste de sus campañas electorales.

A ERC le interesa más que nunca presentarse ante la mitad de los catalanes nacionalistas como un partido ordenado, pragmático y posibilista. Una opción de gobierno, vaya, aunque su experiencia para administrar en estos últimos tiempos sanidad, trabajo y bienestar social y educación sea francamente mejorable. Los republicanos de Junqueras y Gabriel Rufián tendrán enfrente un discurso de máximos del ala más conservadora del procés, los Puigdemont, Torra, Borràs... Les llaman "los frikis de Waterloo" en la parte republicana del Gobierno, pero tienen en la mochila el relato victimista de sus presos, su presidente fugado y la bandera permanente de la republica del helado gratis que cuenta con no pocos adeptos a la secta.

Mientras esas dos fuerzas se disputarán la hegemonía, con la aquiescencia de los nuevos actores del nacionalismo moderado, en el ámbito de partidos constitucionalistas tampoco hay alegría. Quienes parten con mejores perspectivas en la cita electoral son los socialistas de Miquel Iceta (en Madrid deben dejar de especular: Salvador Illa no será cabeza de cartel en las autonómicas). Los vientos de la gobernabilidad pueden llevarlos a recuperar parte del espacio perdido a manos de Ciudadanos, formación que no recuperará el éxito de 2017 que le llevó a ser el partido más votado. El mal uso de esa renta obtenida por Inés Arrimadas, el desperdicio de la confianza lograda ha sido evidente para su cuerpo electoral. Tampoco ayudará mucho la descomposición de Ciudadanos en toda España, con la retirada de Albert Rivera y los portazos de líderes históricos forjados en Barcelona como Villegas, Girauta y otros.

Las encuestas dudan sobre si la segunda fuerza política constitucional será la del partido naranja o el PP que encabeza Alejandro Fernández. Hay un persistente runrún con altavoz en la capital de España sobre la conveniencia de aunar esfuerzos, pero todo dependerá de qué suceda ahora en las elecciones gallegas y vascas antes de sentarse siquiera a sopesarlo. Fernández no está especialmente interesado. Tras el fracaso de sus antecesores ha dado un nuevo rumbo a la formación conservadora. Vive, sin embargo, amenazado por Vox, que puede meter a la ultraderecha en el Parlament, algo que siempre ha fracasado desde los intentos de Plataforma per Catalunya, un partido ya diluido.

La convocatoria electoral tampoco cogerá a los comunes, los socios de Podemos en la región, en el mejor momento. De hecho, se desconoce cuál puede ser el liderazgo, que controla con manu militari Ada Colau y su pareja. Se debaten, como siempre, en la ambigüedad: ir a cazar votos al caladero nacionalista o impedir perderlos por el ala obrerista si se exceden de soberanistas.

Ante el incierto resultado que se avecina, comienza a cundir la sensación de que quizá lo que facilite la gobernación después de la cita electoral no sean los resultados en sí mismos sino las capacidades de renuncia a las posiciones de partida. Todo parece indicar que las probabilidades de un gobierno de uno u otro bloque son mínimas. Que la transversalidad con respecto a la cuestión nacional obligará a extrañas alianzas. Y que, en ese marco, la tradicional división entre programas electorales de derechas e izquierdas tenga mucho más sentido a la hora de dirigir la Generalitat.