La derecha española tiene un complejo. Un complejo que ha ido interiorizando y que, casi, se ha autoimpuesto, con la mirada en otras realidades. Eso suele ocurrir con frecuencia. Se fija uno en lo que pasa en Estados Unidos o en el Reino Unido, e importa valores y estrategias, sin pensar que la evolución política en cada país es distinta. Y que las culturas políticas domésticas tienen mucha más importancia de la que se reconoce.

Le pasó a la izquierda. Una buena parte del PSOE y del PSC se quedó prendado de las maneras y del fondo de Tony Blair en la Inglaterra post-Thatcher. Era un hombre de izquierdas, pero que iba a renovar el discurso, con unas gotas necesarias de liberalismo, y lejos del sectarismo ideológico de la izquierda clásica anclada al marxismo. Era una receta necesaria para despertar al Labour, pero no para el PSOE. Porque, precisamente, Felipe González ya había caminado ese trecho. El propio González se acabó pronunciando, cabreado por la “moda” que había generado Blair entre los modernos.

Y es cierto que, promocionado por el sociólogo Anthony Giddens, Blair entraba por los ojos, por su verbo ágil, y en el Reino Unido tenía todo el sentido, con fórmulas, por ejemplo, ya aplicadas en España: un servicio puede ser de titularidad pública, pero lo gestiona una entidad privada, a la que hay que exigir que pase cuentas. Esa colaboración público-privada es una de las señas de identidad, precisamente, de ciudades que han tenido éxito, como Barcelona.

A la derecha española le pasó una cosa parecida con los neocon que habían agitado las aguas políticas en Estados Unidos. A mediados de los 90, los republicanos, que no sabían cómo acabar con Clinton, endurecieron el debate político, y lo llevaron al terreno de la bronca y a la dialéctica del amigo-enemigo. Sólo desde un combate ideológico, desde una separación rotunda con el adversario político, se entendía que se podía ganar. Y, con el argumento de que la izquierda se cree superior desde el punto de vista moral, la derecha española copió los argumentos. Ese es su complejo. Porque ya han pasado muchos años desde la dictadura franquista. Nadie tiene la superioridad moral. Y todos deberían acercar posiciones en beneficio del bien común.

Pero heredero de todo ello es Pablo Casado, que ha bebido en las fuentes de Faes, al lado de José María Aznar, un entusiasta de los neocon norteamericanos. Y mantiene la estrategia de no dar ni agua al adversario político. Y sin embargo...

Casado podría dejar de lado esa predilección por el combate moral, por los amigos y los enemigos, por ese deseo de aislar al PSOE para que quede en manos de los independentistas y así pueda decir que sí, que ha caído en la red de Puigdemont y Junqueras. Podría ejercer de hombre de Estado, como ha hecho Manuel Valls en Barcelona, y tomar una decisión: una abstención en la investidura de Pedro Sánchez.

De hecho, eso lo podría protagonizar Albert Rivera, pero el líder de Ciudadanos ya ha optado. No quiere ayudar en nada a Sánchez, porque su objetivo es otro: sustituir al PP como fuerza política hegemónica en el centroderecha. Por eso Casado tiene una gran oportunidad que, además, sería coherente con lo que defendía respecto a la investidura de Mariano Rajoy y a la necesidad de que Sánchez se abstuviera en aquel momento.

El condicional "debería" es cansino. Denota que no estamos en esa situación. Pero es la única que posibilita un salto adelante, una transformación en positivo de España, después de años tan complicados. Valls, vilipendiado por los independentistas, tomó una decisión que le ha colocado en el centro en la política catalana. Podrá ejercer de concejal de la oposición y en un tiempo ser protagonista también en la política española. Que Ada Colau pueda ser alcaldesa de Barcelona ha pasado por la determinación de Valls de que no lo sea el republicano Ernest Maragall. ¿Es criticable? Claro que lo es, pero se ha movido, ha hecho política, ha ejercido su responsabilidad.

¿Por qué no Casado? El líder del principal partido de la oposición, el partido que ha gobernado España buena parte de todos estos años, junto al PSOE, decide que Pedro Sánchez pueda comenzar a gobernar. Ya habrá tiempo para ejercer la oposición, pero como hombre de Estado tiene una fabulosa oportunidad, para descolocar, para marcar el tablero, para ejercer la política, para recuperar la Nobleza de espíritu, recogiendo el título de un enorme libro de Rob Riemen que los 350 diputados podrían leer y subrayar.