Así ha definido Pablo Iglesias la filosofía que inspira el proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2021. Y es que el secretario general de Podemos y vicepresidente segundo del Gobierno tiene cierta inclinación por las frases grandilocuentes, tipo día histórico, hito y demás.

No es solo una postura, sino más bien su forma de ver la acción política. Sabe que su partido no puede revertir la tendencia que recorre Europa en detrimento del Estado del bienestar y, en lugar de poner freno a su desmantelamiento con una actitud realista, quiere profundizar en él, como si no pasara nada, lo que en realidad supone aumentar el riesgo de quienes pretende proteger.

Es el caso claro de la reducción de las ventajas fiscales para las aportaciones a los planes privados de pensiones, unas ventajas que como todo el mundo sabe no son tales, sino solo el aplazamiento del pago del IRPF con la esperanza (casi certeza) de que en la jubilación la cantidad a entregar al Fisco sea menor. Restar atractivo a ese ahorro supone meter más presión sobre el sistema público de previsión sin ninguna garantía de que este vuelva a la solvencia de antes y pueda soportarla. ¿A quién satisface (o beneficia) esa medida?

"España tendrá la ley estatal de vivienda con el mayor grado de intervención pública en el mercado de alquiler en Europa", es otra de sus sentencias de ayer. Como se ve, siempre hay un ánimo competitivo muy capitalista en sus máximas, dicho sea sin acritud. Este Gobierno, dijo, “ha tomado partido por los trabajadores que viven de alquiler”, una declaración desafortunada que pone al Ejecutivo frente a la mayoría de las familias españolas, que aun siendo trabajadoras tienen vivienda de propiedad; incluso en torno a un 15% de ellas han cometido el pecado de hacerse con una segunda residencia.

¿No sería más razonable fomentar que los propietarios de pisos vacíos se animen a ponerlos en el mercado del alquiler, dándoles por ejemplo más seguridad jurídica, incluso mejorando la ya favorable tributación?

Después de oír su presentación del proyecto de presupuestos, uno puede entender que el presidente del Gobierno tenga problemas para dormir, como el mismo Pedro Sánchez se temía antes de cerrar el pacto de coalición. Porque, al final, los avances anunciados ayer a bombo y platillo consisten en aumentar el IRPF para quien ingresa por la renta más de 300.000 euros al año, algo que afecta a solo 16.700 de los 20,5 millones de contribuyentes. También le aprietan las tuercas a los que acumulan más de 200.000 euros al año por rendimientos del capital: teniendo en cuenta cómo están la bolsa y los tipos de interés, para superar esa cantidad hay que mover unos recursos de multimillonario, estilo Amancio Ortega o su hija. ¿No sería más justo acabar con el disparate que supone que las rentas del capital tributen menos que las del trabajo?

Otra de las medallas que lució el vicepresidente es haber puesto fin al chollo fiscal de las sociedades de inversión inmobiliaria --socimis--, a las que en adelante se obligará a pagar como mínimo el 15% de los beneficios en concepto de impuesto de sociedades. El dinero es tan miedoso que Colonial y Merlin, las dos socimis que cotizan en el Ibex 35, se hundieron ayer del susto en la Bolsa de Madrid. Pero ninguna de ellas se verá afectada por la nueva medida porque ambas cumplen con la ley y reparten el 100% del resultado del negocio entre sus accionistas, lo que deja su base del impuesto de sociedades en cero.

Mucho ruido y pocas nueces. Las altisonantes subidas a los ricos en el IRPF supondrán un ingreso de 144 millones al año, frente a los 450 millones que reportará el incremento del impuesto sobre el diésel, una medida tan justa como impopular y de la que el vicepresidente prefirió olvidarse en su exposición sobre la nueva época de la política económica española.