No hay duda de que algo falla en una democracia occidental consolidada como la española cuando los cabecillas de un intento de secesión ilegal llevado a cabo con el uso de la violencia acaban pasando poco más de dos o tres años efectivos en la cárcel.

Ese es el tiempo máximo que, según los expertos, permanecerán encerrados Junqueras, Romeva, Turull, Bassa, Forcadell, Forn, Rull, Sànchez y Cuixart tras una previsiblemente generosa aplicación del tercer grado o del reglamento de régimen penitenciario por parte de la Generalitat. Y aunque la Fiscalía General del Estado se haya conjurado para evitarlo, la verdad es que no fue capaz de conseguirlo en el caso de Oriol Pujol.

Así, todo apunta a que en los próximos meses los sediciosos irán abandonando los presidios sin necesidad de mendigar indultos ni leyes de amnistía.

Esta es la nota más negativa que nos deja la sentencia del procés y que dificulta --al menos en un primer análisis a vuelapluma-- añadir el 14-O a la lista de efemérides victoriosas del no nacionalismo catalán que incluyen el 11-S y el 1-O.

No es razonable que un desafío tan feroz y evidente contra la democracia española se salde con penas tan confortables para sus principales responsables. Un precio tan bajo ni parece justo ni sirve para desincentivar nuevas intentonas independentistas al margen de la ley.

Los legisladores deberían aprender la lección y ponerse manos a la obra para que en el próximo embate del secesionismo --que lo habrá-- los jueces y el gobierno cuenten con herramientas más poderosas para hacerle frente. La reforma del Código Penal aparece como algo inaplazable. Y la recuperación por parte de la Administración General del Estado de las competencias penitenciarias cedidas a la Generalitat es de una necesidad y una urgencia irrebatibles.

Pero la sentencia también plantea aspectos positivos. A la espera de los análisis técnico-jurídicos que realicen los especialistas, esta es una victoria del Estado de derecho. Lo cierto es que las condenas demuestran que en España se cumplen las leyes --nos gusten estas más o menos-- y que los actos delictivos tienen consecuencias incluso para los más poderosos y para aquellos que se creen intocables.

Por otra parte, las penas de inhabilitación dejan fuera de juego durante mucho tiempo a los principales responsables de haber desmantelado la convivencia en Cataluña probablemente para varias generaciones.

Y, finalmente, la normalidad con la que la comunidad internacional ha acogido la sentencia corrobora que aplicar la ley sin complejos es el mejor camino para conllevar el conflicto del nacionalismo catalán --que nadie tenga la falsa esperanza de que se puede solucionar--. Una normalidad que también se debe utilizar para responder sin contemplaciones a los que pretendan imponer la violencia a las calles.