En las últimas semanas, los estrategas del independentismo catalán han intensificado las maniobras para calentar a sus bases con el objetivo de orquestar “una respuesta” a la inminente sentencia del Tribunal Supremo por el juicio del procés.

Las actuaciones para inocular en la comunidad nacionalista un sentimiento de injusticia --antes incluso de conocerse el veredicto-- son una constante. Los medios públicos y concertados difunden entrevistas a supuestos expertos que certifican la inocencia de los encausados pese a augurar su condena. Editoriales y artículos de opinión braman contra el Estado español, al que tildan de vengativo por el proceso contra los “pacíficos” cabecillas del 1-O. Y los llamamientos a la desobediencia --secundados por mociones aprobadas por el Parlament, aunque sin concretar ninguna medida-- se multiplican.

Hay nerviosismo entre los principales dirigentes del secesionismo, que entienden que la sentencia es la última oportunidad para reavivar el fuego de un movimiento que --desgastado tras el fracaso del referéndum, la indiferencia del resto del mundo y la perpetuación del viaje a Ítaca-- ha perdido capacidad de movilización. Se pudo comprobar la última Diada, la más triste y desangelada de la última década.

A pesar de ello, el desafío del nacionalismo catalán sigue estando en las prioridades de la agenda del Gobierno y de las formaciones constitucionalistas, que muestran su inquietud ante la reacción que pueda haber tras la sentencia.

Yo mismo he alertado recientemente en esta sección de que el frikismo de las acciones protagonizadas por el independentismo más grotesco este verano no deben hacer bajar la guardia a las instituciones del Estado. Que hay situaciones inaceptables en un Estado democrático de derecho --inmersión, adoctrinamiento escolar, incumplimiento de la ley de banderas, espacio público no neutral, embajadas y medios públicos utilizados como instrumentos de propaganda, Mossos politizados, etc.--. Y que concurren elementos suficientes como para tomarse en serio las amenazas de los líderes indepes. Sin embargo, también es cierto que el nacionalismo no debe marcar el tempo de la política en España.

El expresidente del Gobierno Felipe González lo apuntaba sabiamente la semana pasada durante la conversación con su homólogo Mariano Rajoy en el Foro La Toja Vínculo Atlántico. “Hay un cierto fracaso de la política cuando todos los presentes estamos pendientes de lo que diga uno que ha llevado fantásticamente este juicio, que es el señor Marchena y la Sala Segunda del Supremo. Estamos pendientes de lo que decida no porque estemos pendientes de si será o no discutible de acuerdo a derecho lo que decida; estamos pendientes de la dimensión política de lo que decida. [...] Me preocupa que todos estemos políticamente preocupados de lo que diga la Sala Segunda del Supremo”, subrayaba.

Un Estado democrático de derecho consolidado como es España no debería estar preocupado por la sentencia del procés ni por sus repercusiones. Sea cual sea el veredicto, este no debería afectar a la política. La respuesta debería administrarse con normalidad. Con normalidad debería responderse ante cualquier exceso del independentismo. Y con normalidad deberían aplicarse los instrumentos que el Estado de derecho ofrece, ya sea el 155, la Ley de Seguridad Nacional o el Código Penal.

La normalidad es la mejor receta para lo que venga.