Es un signo de los tiempos. La pandemia, con sus desgraciados datos y sus constantes vaivenes, lo ha grabado a fuego: todo es efímero, fugaz, breve. El cortoplacismo (como fenómeno social) es el principal elemento definidor de las dos primeras décadas de este siglo XXI. Guarnecidos en el refugio de las veloces evoluciones científicas y tecnológicas, los gobiernos se muestran más cobardes que de costumbre a la hora de realizar apuestas a medio o largo plazo. No son los únicos, la sociedad en general ha desterrado términos como previsión de su vocabulario primario. Y no es solo un pecado de juventud.

Resulta un contrasentido que nuestros antecesores, que vivían menos tiempo de promedio, tuvieran el acierto y la pulsión de pensar en el futuro, de realizar planteamientos intergeneracionales mientras que, en el presente, con la mayor longevidad de la historia, todo se reduzca a mirar a la vuelta de la esquina desde los espacios públicos.

El teatro político español lleva demasiados años contaminado por la urgencia de lo inmediato. Hay que ganar elecciones, preservar poderes delegados y mantenerse en cualquiera de los púlpitos o virreinatos conquistados. Aquello de traspasar a las generaciones siguientes un país mejor, más equilibrado, sostenible, progresista y justo se asemeja al deseo vaporoso de una homilía episcopal cualquiera. Estudiosos de los comportamientos sociológicos han interpretado bien la caducidad de los planteamientos y los han aplicado a favor de sus señoritos, sean los que sean, convertidos en dosis exprés, en píldoras comprimidas, de política prêt-à-porter. Populismo, en definitiva.

Que la reacción más airada contra la metedura de pata del ministro de Consumo, Alberto Garzón, procediera de una de las comunidades con menos producción ganadera, pero con elecciones autonómicas convocadas, es suficiente para ilustrar la mirada corta en un debate interesante. Quizá, como muy certeramente recordaba nuestro economista de cabecera Gonzalo Bernardos en un artículo (El nuevo ‘procés’), el planteamiento a más largo plazo que se incuba en España hoy es la reedición del fracasado proceso independentista catalán que sus inasequibles promotores fían a la polémica lingüística que construirán y elevarán con el paso de los meses.

Nadie parece reparar en que deben usarse miles de millones de fondos europeos para la reconstrucción y que lo menos complejo es repartirlos (aunque también se preludia un lío mayúsculo en ese apartado respecto al cómo y al dónde) sino pensar en qué utilizarlos para lograr una rentabilidad presente y futura. No se escucha a nadie hablar, teorizar o proponer nada sobre cómo transformar la industria para que no pierda los trenes que la evolución económica y la globalización ofrece. El riesgo de dormirse en los laureles estriba en que en muy pocos lustros, alguna industria española todavía fresca o aparentemente útil hoy, acabe necesitando reconversiones como el naval, la minería o la siderurgia en los 80 del siglo pasado. Se llama coste de oportunidad o costo alternativo y lo estudia cualquier economista. Y ni contar el riesgo macro y microeconómico que supone que el aumento de precios prosiga como en diciembre en un país que cuando adoptó el euro cedió su soberanía sobre los instrumentos que podían corregir esa amenaza de estanflación subyacente del siglo XXI. ¿A nadie le preocupa?

Comenzamos el año repleto de generosos propósitos. Extender las buenas intenciones un poco más allá de 12 meses sería la mejor de las noticias que cualquier mandamás podría ofrecer. Que el 2022 fuera el inicio, a modo de punto cero, de un giro social, político y económico más ambicioso y perdurable, constituiría una gran noticia.

Dejar de alumbrarse con los candiles del cortoplacismo populista y optar de una vez por conectar las luces largas sin temor al deslumbramiento debería constituir un compromiso general, pero muy especial de aquellos que sujetan en su mano una batuta.