Pocos países pueden sacar pecho de disponer de joyas empresariales por las que luchar. La mayoría de compañías de relumbrón viven vinculadas a los espacios territoriales en los que nacieron, pero su carácter multinacional en la propiedad o en el mercado las convierte en hijas de muchos padres geográficos distintos.
El caso de Indra es distinto. Nacida en el sector público español, su progresiva privatización a lo largo de los años jamás se completó del todo por el carácter tan estratégico de una de sus dos divisiones, la dedicada a la tecnología de defensa. La firma española igual es capaz de proporcionar la tecnología de una regulación semafórica para una gran ciudad del mundo, que hacer los más rápidos y exactos recuentos electorales en cualquier país que, y ahí radica su concepción más vinculada a la política, diseñar radares para aviones de combate o tecnología de detección sofisticada.
Francia no la perdería. Tampoco se la dejaría escapar el Reino Unido. Por supuesto que los americanos la declararían compañía sistémica en los EEUU. Y, por supuesto, imaginemos qué harían chinos o rusos. No se trata de un debate sobre el nacionalismo empresarial de un país (que tras la pérdida de Endesa a manos italianas dejó de existir en España) sino de pura estrategia de prevención, inteligencia y defensa. Por eso Indra ha convivido en los últimos años con capital público en su interior, a pesar de tratarse de una empresa que cotiza en bolsa. La Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) ha mantenido siempre una porción de la propiedad. El Gobierno, a través del Ministerio de Defensa, ha controlado la llegada de accionistas y autorizado su entrada en el capital cuando se han producido peticiones.
Indra ha estado presidida en los últimos tiempos por dos personajes distintos. El que más tiempo pasó por su cúpula fue un Javier Monzón que consiguió llevarse bien con los gobiernos de PP y PSOE gracias a su estrecha y poliédrica relación con el rey emérito. Le sustituyó Fernando Abril-Martorell que fue escogido por Mariano Rajoy y su equipo para pilotar la compañía de tecnología durante los años de su mandato. En ese tiempo, la empresa solo evolucionó, pero jamás se transformó. Entre los 52.000 empleados del grupo sigue muy presente una filosofía de empresa nacida y amamantada en las ubres del sector público, e incluso tratándose de un grupo que vive en el sector privado, la cultura funcionarial siempre pondera con fuerza en las negociaciones con los sindicatos o en los procedimientos administrativos internos.
Cuando Pedro Sánchez aterrizó en Moncloa decidió que la impronta socialista también debía impregnar a la empresa pública. Encargó a Salvador Illa la búsqueda de un directivo que pudiera liderar la compañía durante su mandato y el cometido recayó en Marc Murtra, un ejecutivo catalán recién apadrinado por Isidro Fainé para su fundación bancaria, que había tenido relaciones con la administración en tiempos de Joan Clos como ministro de Industria. Murtra venía con experiencia en el mundo de los mercados inversores y cuando fue propuesto para el cargo se encontró con un consejo de administración en Indra que le dejó pasar, pero usó todas sus capacidades para darle una tarjeta de visita sin poderes ejecutivos. Pase y entre, pero no mandará. Eso le vinieron a decir los consejeros procedentes de las etapas anteriores y que justificaron su sorprendente decisión en que el directivo designado no tenía los conocimientos suficientes para dirigir el grupo.
Al propietario, como primer accionista individual de la compañía, se le impidió mandar. El antiguo organigrama justificaba ese veto con el pretexto de proteger a los socios más pequeños, pero en realidad salvaguardaba otro asunto: Indra estaba comandada por una alianza entre pequeños inversores y grandes generales que dejaban a la SEPI como convidada de piedra de una fiesta que hemos financiado los españoles con nuestros impuestos durante los últimos años.
Murtra lleva meses para preparar la normalización. Primero en la gobernanza. Mandará porque representa al primer accionista, a España y a los intereses de la defensa del país. Cuando esta semana en la cumbre de la OTAN que tendrá lugar en Madrid el presidente anuncie una mejora de las inversiones del país en materia de defensa a la vista de la geopolítica internacional de hoy se entenderá mucho mejor que Indra no podía seguir fuera de la estrategia del Gobierno. A la gobernanza, Murtra quiere añadir la transformación. La empresa necesita modernización y nuevas alianzas y mercados. Demasiado tiempo transcurrido en la repetición de esquemas con Monzón y Abril-Martorell ha llevado a crecimientos orgánicos poco destacados y a una estabilidad en el valor de la acción que hace poco atractiva la empresa desde una perspectiva de mercado.
La única mancha en el recorrido de Murtra puede radicar en el aliado inesperado que se ha visto obligado a seleccionar para recuperar el control de Indra ante los paquidermos que se atrincheraron en su contra. Que sea el controvertido fondo de inversión Amber, con su líder armenio al frente (Joseph Oughourlian), justo quien se ha convertido en primer accionista de Grupo Prisa, no parece que resulte la mejor de las noticias para tranquilizar al país. Bien podría haber encontrado socios más estables y menos sospechosos de interés político que el escogido, pero es posible que pocos estuvieran dispuestos a jugar de manera ambiciosa en una actuación con tanto riesgo. Amber controla ahora con pequeñas porciones de capital dos grupos empresariales sistémicos en España: el líder en comunicación y el líder en tecnología y defensa. Eviten las bromas.
Empieza pues el tiempo real de Murtra en Indra. Su primer año con despacho en la compañía apenas le ha dado tiempo para aterrizar y aprenderse el nombre de sus colaboradores. Empieza el baile. Aunque determinada derecha económica ande despistada con lo sucedido y lo atribuyan a un desmesurado interés de Pedro Sánchez por el control político, lo cierto es que la primera consecuencia de los relevos de la semana pasada en el consejo de la compañía es que España como país recupera soberanía sobre una empresa de la que no debería alejarse demasiado en ningún momento. Es la primera consecuencia, pero no resultará la única. Hoy se sabe que el Gobierno manda sobre la compañía y que Murtra tiene el reto de hacerlo de manera eficiente y desacomplejada.
Con el horizonte despejado, con Indra recuperada para la sociedad española, con la batalla finalmente perdida por las fuerzas agazapadas en la empresa durante años, ahora lo que toca es dedicarse a la guerra real: la del mercado y la de la geopolítica. En ambos cometidos, Murtra puede demostrar que no es solo un enviado del poder de turno. Y que, a la hora de hablar de guerras, de las de verdad y las del pavoneo egocéntrico de la villa y corte, Indra valía la batalla y unos meses a la sombra de su presidente.
Hoy nos queda claro: el futuro de la compañía bien merecía una batalla con un objetivo final de Murtra en la punta de los dedos, el control de la joya española de tecnología y defensa.