A estas alturas, todo el mundo sabe en Cataluña que la inmersión lingüística es una patraña que se utilizó para someter a los castellanohablantes con la complicidad de una parte de los mismos nouvinguts acomplejados por la propaganda nacionalista.

Cuarenta años después hemos visto que no se trataba de proteger al catalán, sino de reescribir la historia en clave nacionalista y de expulsar al castellano de la sociedad catalana.

El fracaso de la inmersión es tan claro como el del procés. La reacción ante el caso de Canet de Mar, que acabará con las triquiñuelas de la Generalitat y de todo ese entramado que vive de las finanzas públicas y que prietas las filas solo responde a las consignas del régimen, pone en evidencia el desastroso final de un proyecto extremista que la sociedad –harta-- ha terminado por expulsar.

Me molesta –me jode, quiero decir-- usar la primera persona del singular en una columna de opinión, pero he de explicar que en las últimas horas he sido objeto de una campaña de acoso y menosprecio a propósito de mi deficiente catalán. La cosa no tendría mayor importancia si el asunto no hubiera sido impulsado por un catedrático de Economía de la Universidad de Barcelona, Germà Bel, que se mofa de mis errores, como han hecho sus acólitos en Twitter. Un docente que fue diputado del PSC y después de Junts pel Sí, que presume de una vasta obra académica y que cuenta con decenas de miles de seguidores en las redes. Fue uno de los impulsores del desastre de Spanair, y, aunque su biografia también lo oculta, fue asesor de Endesa, de Joaquín Almunia y de Josep Borrell.

Todo viene a cuento de que @gebelque calificó de “caverna” a una periodista compañera simplemente porque informaba de las reacciones de los ultras tras la sentencia del TSJC sobre el caso de Canet. Desde el punto de vista de esta gente, solo la caverna --el fascio-- puede ser crítica con la persecución de una família que defiende sus derechos constitucionales y con el escrache de un niño de 5 años.

Es el intento permanente de amedrentar al discrepante, la presión de una red de personajes que viven del presupuesto público sobre quienes no opinan como ellos.

A los que ya tenemos una edad, todo esto nos resulta familiar. Por eso precisamente hay que animar a la gente que vive en Cataluña a que aprenda el catalán, mejor que yo si es posible, pese a la repugnancia que les inspiren estos personajes porque, sepan, para ellos el idioma no es más que otro instrumento con el que medrar.