Hace tiempo que sabemos que el debate sobre el modelo lingüístico escolar en Cataluña no va de lengua, sino de identidad. Sabemos perfectamente que con la excusa de defender al catalán, algunos lo que buscan es levantar muros de separación con el resto de España. Que los que exigen una educación monolingüe --con el argumento de que el catalán no podría soportar un 25% de asignaturas en castellano-- no lo hacen por razones pedagógicas, sino únicamente con el propósito de reforzar el “nosotros” frente al “ellos”.

Porque la inmersión es un instrumento totémico del nacionalismo para que la escuela equilibre el papel de las familias castellanohablantes y los entornos sociales globalizados en el proceso de transmisión cultural y de construcción de la identidad. Es una forma de grabar en la mente de los escolares que el catalán es la lengua propia, la lengua territorial, y que lo de hablar castellano es una anomalía fruto de la imposición del franquismo y la inmigración española.

El modelo inmersivo es un marcaje identitario y por eso el debate no atiende nunca a datos objetivos sobre el aprendizaje de nuestras dos lenguas oficiales o sobre cómo lograr que los jóvenes las hagan suyas por igual, también desde el punto de vista afectivo. La inmersión nunca ha sido un camino hacia el bilingüismo, sino una forma elegante de excluir al castellano de la enseñanza (con el fin de que deje de ser la lengua mayoritaria que es ahora en la sociedad) con la falsedad de que no es posible otra fórmula que garantice la supervivencia del catalán.

La mentira además ha sido doble porque se ha hecho creer que una escuela monolingüe permitía obrar el milagro de que los escolares catalanes hablasen mejor la lengua de Cervantes que los jóvenes de Valladolid. Lamentablemente, mucha gente se ha creído semejante idiotez.

Entre tanto, se ha descuidado también la enseñanza del inglés en la educación pública, como lo prueba que ya no se exija el nivel B2 de inglés para obtener el título de graduado, lo cual es consecuencia del fracaso del ingles en la enseñanza obligatoria, tal como ha explicado Albert Branchadell (El fiasco del inglés, El País, 29/11/2021). Así pues, la escuela catalana ni es garantía de cohesión social, ni es un modelo de éxito de nada. Tampoco para el catalán, si nos creemos los datos de la Generalitat sobre el retroceso en su uso que se ha producido entre los jóvenes los últimos años.

Semanas atrás expliqué aquí mismo que en la inmersión todo es mentira, desde su nombre, pasando por su origen hasta su razón de ser y utilidad. No voy a repetir los argumentos, pero sí añadiré otro: la hispanofobia.

Lo que hay detrás de muchas reacciones contrarias a la aplicación de la sentencia del TSJC sobre el 25% en castellano no se puede calificar de otro modo. La actual campaña de amenazas y acoso contra el niño y su familia de una escuela de Canet de Mar que pidió amparo a la justicia por vulneración de derechos fundamentales, muestra la cara más fascistoide del nacionalismo lingüístico.

No es la primera vez que ocurre, particularmente en el Maresme. La mayoría de los casos son silenciados, y solo unos pocos se han hecho públicos, como sucedió con la familia de Balaguer en 2015, que acabó marchándose de la localidad cuando el boicot alcanzó al negocio que tenían los padres. La degradación moral en la política catalana viene de lejos.

El Govern de la Generalitat no solo ha sido incapaz de denunciar este tipo de hostigamientos, sino que sus partidos han participado en actos inciviles contra esas familias. Ayer mismo, el consejero de Educación, Josep González-Cambray, de visita a esa escuela de Canet, no tuvo ninguna palabra de apoyo hacia el alumno del centro que está sufriendo esas amenazas. Tampoco quiso contestar en castellano a las preguntas de los periodistas porque “avui no toca”.

Tras el fracaso del procés, lo que se agudiza es la campaña de ira de los sectores más fanáticos, contra el niño de Canet, pero también contra el rector de la UAB, Javier Lafuente, por no expulsar a los jóvenes de S'ha Acabat del campus, o contra algunos locales del PSC en los últimos días. Son ciertamente grupos minoritarios, pero que cuentan con el favor de  aquellas fuerzas políticas y sociales que no los condenan, o de los medios de comunicación que, como ayer mismo la emisora Ser Catalunya (por no citar solo las radios abiertamente soberanistas), no explican nunca esas infames acciones, mientras insisten en el relato de que la justicia “impone” el 25% de castellano por el capricho de unas pocas familias. Una explicación que alimenta ese tipo de campañas de acoso.