Es evidente que el objetivo principal del procés --lograr la independencia de Cataluña-- está lejos de alcanzarse. Buena parte de los promotores del intento de golpe al Estado de otoño de 2017 está entre rejas desde hace alrededor de año y medio, otros se han fugado y vagan enajenados por los limbos belga y suizo, y el resto afronta importantes causas con la justicia o mantiene un perfil discreto. Desde ese punto de vista, el procés ha fracasado. Está muerto.

Sin embargo, el procesismo sigue adelante. Aunque su intensidad no tiene nada que ver con la de hace dos años, los principales líderes independentistas siguen amenazando con “volverlo a hacer” en cuanto tengan la oportunidad. Y anuncian nuevas embestidas para cuando se dicte la sentencia del juicio por el 1-O. En este sentido, no ha habido demasiados cambios.

Así las cosas, sorprenden las apelaciones desde algunos sectores del constitucionalismo a facilitar una salida al independentismo moderado o sensato (sic), a ofrecer una pista de aterrizaje a aquellos que --supuestamente-- quieren alejarse de la unilateralidad y defender la ruptura desde la estricta legalidad. Alguna salida habrá que darles, no podemos seguir así, imploran.

El debate en torno a una ley de claridad a la canadiense se enmarca en esa estrategia. El planteamiento pasa por ofrecer al independentismo la posibilidad de realizar un referéndum secesionista pero imponiendo unas condiciones muy duras. Los promotores de esta fórmula creen que esta vía integraría a gran parte del secesionismo en la senda del sentido común y, a la vez, le desincentivaría a intentar llevar a cabo la votación.

Los expertos, en cambio, no opinan lo mismo. Consideran que en el caso de Canadá --donde ya se han celebrado dos referéndums secesionistas--, la ley sí ha tenido efectos disuasorios, pues ha supuesto dificultar el camino hacia la independencia. Pero en el caso español, sería todo lo contrario: consistiría en facilitar la vía hacia la ruptura, pues esta ya es posible en la Constitución actual, aunque sea muy complicada. Es decir, constituiría un incentivo para los independentistas catalanes. La conclusión de los principales analistas es que la ley de claridad española es la Constitución y recomiendan que continúe siéndolo.

La propuesta para elaborar un nuevo Estatut --se entiende que con la cesión de más competencias a la Generalitat-- es otra de las recetas sugeridas para facilitar una salida al independentismo mesurado (sic). Aunque no parece muy razonable premiar con más autogobierno a una comunidad en la que una parte importante de los votantes apuesta repetidamente por la ruptura unilateral. Por no hablar de que la anterior reforma estatutaria fue utilizada de forma victimista por el independentismo para poner en marcha el procés.

No hay ningún argumento sólido por el que el constitucionalismo deba facilitar una salida a quienes son capaces de enviar a niños y ancianos a impedir a la policía cumplir un mandato judicial, como ocurrió el 1-O. No hay ninguna razón para facilitar el aterrizaje a quienes prometen mantener la aberrante inmersión lingüística escolar obligatoria exclusivamente en catalán, a quienes aseguran que seguirán utilizando la administración --medios, embajadas, prisiones, policía…-- para promover la ruptura y minar la convivencia entre ciudadanos.

El nacionalismo catalán debe buscar la salida a este embrollo él solito y, sobre todo, debe superar esta etapa con una derrota histórica, sin paliativos, en forma de pérdida de poder, lo que para un movimiento que lo ha ostentado de forma ininterrumpida desde la recuperación de la democracia, solo puede traducirse en una reducción de las competencias. Lo contrario no será más que un parche del que dentro de algún tiempo todos nos lamentaremos.