En las últimas semanas se ha puesto de moda una palabra que resume la estrategia del nuevo Gobierno para tratar de superar el conflicto generado por el nacionalismo catalán: distensión.

Tanto el presidente, Pedro Sánchez, como sus ministros, aprovechan cualquier ocasión para apelar al nuevo mantra, como si fuera el bálsamo de Fierabrás.

Primero, destensar, distender, descomprimir, desinflamar… para luego negociar con los líderes secesionistas. Una negociación que, subrayan desde el Ejecutivo, discurrirá siempre dentro de los límites estrictos de la Constitución y del Estatuto de autonomía.

Pero eso no es suficiente.

Antes de iniciar cualquier diálogo --lo de negociar con quienes solo pretenden destruir el Estado me parece aberrante, pero esa es otra historia-- es imprescindible exigir una condición: el cumplimiento de la ley y de las sentencias. No hay nada que hablar con quien se niega a someterse al Estado de derecho. Sin matices.

La Generalitat sigue aplicando la inmersión lingüística escolar obligatoria exclusivamente en catalán, a pesar de que los tribunales llevan años dictaminando que se trata de un sistema ilegal. La justicia ha ordenado un modelo equilibrado entre el castellano y el catalán, aunque han establecido un porcentaje mínimo provisional de horas lectivas que deben impartirse en español: el 25%. Mientras esto no se implemente, la distensión solo es un engaño; una falsa tregua en la que los castellanohablantes seguirán (seguiremos) siendo moneda de pago.

De igual forma, la Generalitat y un buen número de ayuntamientos catalanes incumplen sistemáticamente la Ley de banderas. Según esta normativa, la bandera de España debe ondear junto a la de Cataluña en todos los edificios y establecimientos autonómicos, y ambas junto a las enseñas locales en los edificios municipales. Ceder en este ámbito, aparentemente simbólico, supone admitir la inexistencia del Estado en una parte de su territorio. Algo impensable en cualquier otra democracia occidental.

La neutralidad e imparcialidad de las administraciones --recogida en la jurisprudencia constitucional-- es otro elemento a subsanar antes de iniciar cualquier diálogo. Las sedes de la Generalitat o de los ayuntamientos no pueden mostrar lazos amarillos, esteladas o carteles a favor de la libertad de los presos procesados por organizar un intento de secesión unilateral. No son aceptables los rótulos independentistas en los accesos a innumerables municipios. Ni las pancartas en escuelas públicas en contra del bilingüismo. Por no hablar del uso partidista y desacomplejado de TV3 y Catalunya Ràdio en defensa de las tesis independentistas. O de la máquina de adoctrinamiento nacionalista que supone el sistema educativo. Tampoco es admisible el apoyo institucional implícito o explícito a las acciones de los llamados comités de defensa de la república.

Es cierto que todo esto ya ocurría con el Gobierno del PP, y así se lo reprochamos incesantemente durante su mandato. En todo caso, es el nuevo Gobierno el que ha puesto sobre la mesa una estrategia de apaciguamiento.

Si la distensión implica que los catalanes constitucionalistas deben renunciar a unos derechos que hace años que son pisoteados, si los catalanes constitucionalistas han de volver a ser el precio de un acuerdo para calmar al nacionalismo, entonces la solución no será más que otra cesión al chantaje de los radicales, un parche cortoplacista, y la herida se habrá vuelto a cerrar en falso.