Que el Congreso de los Diputados empiece a debatir una reforma de la ley del aborto que amplía derechos en lugar de recortarlos supone una rara avis a nivel internacional y así, de entrada, un punto a favor para nuestro país. La norma complementaria a la ley de garantía de la libertad sexual ya ha levantado polvareda, como cabía esperar. Y es que regular una cuestión tan ideologizada como el derecho a acabar con una gestación en su fase inicial siempre es pasto de la polémica. ¿Pero los cambios que se plantean cambian tanto el escenario?
Sí que blinda que el aborto se pueda aplicar en todos los hospitales de la red pública y no dependa de la zona donde la mujer viva. Es decir, que recibirlo esté vinculado a las creencias de las direcciones y/o médicos de los centros. Casi una cuestión de equidad de derechos.
También elimina los tres días de reflexión que se imponían hasta ahora entre la solicitud y la práctica del aborto. Sí que puede existir un tiempo entre que se pide y se practica por las necesidades organizativas de los servicios de ginecología y obstetricia, pero se acaba con un paso burocrático que considera que solicitar un aborto es como ir a buscar un café. Una norma para que la mujer reflexione, como si no hubiese reflexionado desde el test de embarazo positivo hasta activar el proceso. Se acaba de este modo con otra práctica que infantiliza a las féminas.
Pero en la diana de la norma que se empieza a debatir está eliminar el permiso paterno para abortar a partir de los 16 años. El campo de batalla político implica regresar a 2010, año en que se aprobó la norma elaborada por el gobierno de Zapatero y ya incluía este derecho.
El politiqueo está servido, pero las cifras de adolescentes que se acogieron entonces a ese derecho son bajas. La Asociación de Clínicas Acreditadas para la interrupción del Embarazo (ACAI), donde se practican el 90% de los abortos, afirmó en 2014 que solo el 12% de las menores de 16 y 17 años que usaban sus servicios lo hacían sin que sus padres o tutores acreditasen estar informados. Y si en nueve meses habían intervenido a 25.400 mujeres, solo el 3,6% de ellas tenían menos de 18 años.
Lo más difícil de la ley del aborto son dos cuestiones que han pasado desapercibidas en el momento actual. La creación de la incapacidad temporal para reglas dolorosas y el reconocimiento de “violencias reproductivas”, en palabras de la ministra de Igualdad, Irene Montero.
En cuanto a lo primero, ver de cerca casos de endometriosis o de ovarios poliquísticos graves, entre otras enfermedades vinculadas al ciclo menstrual, propicia la aparición de este tipo de bajas. El problema está en cómo se reconocen sin que a la larga supongan un retroceso en lo laboral para la mujer y en que se hace un uso correcto. Requiere formación para los médicos que la prescriben, concienciación social y, ya que estamos, mucha, mucha, mucha investigación. No es de recibo que en pleno siglo XXI la respuesta que reciben demasiadas mujeres es que recurran a un anticonceptivo hormonal a ver si se les pasa. O, en los peores casos, que ya se les regulará cuando sean madres.
En cuanto a la violencia obstétrica, entrar de refilón en un jardín tan complejo como este tampoco es de recibo. Requiere de un debate riguroso, con todas las partes, y que entre de lleno en acabar también en la infantilización de la mujer ante un embarazo y un parto. Porque sí, se han hecho barbaridades en los paritorios, pero anunciar que se “reconocerán las violencias reproductivas” sin ir más allá tampoco garantiza que se acabarán con estas prácticas.
Al final, se está ante un texto con avances destacados pero pequeños y con el apunte de grandes cambios que no se acaban de concretar. ¿Será que importa más lo político que los derechos de la mujer?