El consejero de Territorio y Sostenibilidad de la Generalitat, Damià Calvet, vive desde hace cinco días en el centro de la polémica de la guerra del taxi contra las VTC. Ha mantenido una maratón de reuniones que ha llevado a que los portavoces de los taxistas le tuteen de forma abierta y que tanto Uber como Cabify hayan anunciado su intención de dejar Barcelona si se mantiene una hora como tiempo mínimo de precontratación de un servicio en la normativa catalana en ciernes.
Ha dado finalmente su brazo a torcer e incrementará los 15 minutos que había fijado en el primer borrador del decreto ley. Una norma que el departamento no tiene prisa en aprobar y que intentaba quedarse a medio camino entre las exigencias de ambos colectivos. Los mismos que ocupan Gran Vía y la parte sur del paseo de Gràcia y varios carriles de la avenida Diagonal como protesta.
Todo ello, con el colofón de que cada ciudadano de a pie tiene su propia valoración sobre quién tiene razón y quién no en el conflicto. El consejero Calvet, un político de la CDC tradicional bregado en la cuna del partido, Sant Cugat del Vallès (Barcelona), es consciente de que no hay margen para decisiones salomónicas y que debe aceptar las consecuencias de cabrear a uno de los dos colectivos afectados. O los taxistas o las VTC.
Por ahora, ganan los primeros y eso tendrá consecuencias aunque sea en materia de opinión pública. Se deberá medir el impacto que tendrá la percepción de que la Generalitat ha dado su brazo a torcer ante las demandas de los taxistas, una sensación que empieza a calar. La cuestión no es menor y va en línea de la caída de popularidad de este colectivo, más allá de la oportunidad o no de sus demandas.
Calvet está inmerso en el lodazal de cómo regular un sector que firmas como Uber y Cabify han revolucionado y que los taxistas, cuyas licencias y actividad están reguladas, exigen que se les frene. En las últimas horas ha reclamado a Ada Colau que se implique en la cuestión y ponga normas desde el área metropolitana y ha amagado con devolver las competencias al Estado, una transferencia que chocaría con sus postulados independentistas.
La Consejería de Territorio no ha podido aplicar en esta ocasión la resolución de conflictos preferida en la Generalitat desde hace años: la patada adelante. El procés y las dos recesiones que se han vivido en la última década han reducido a la mínima expresión la gestión ordinaria. No hay práctica de ello y ante las cuestiones más complejas se intenta aplicar la vieja fórmula de que el tiempo y la inacción desactiva cualquier conato de conflicto.
Así se ha hecho hasta la fecha en el otro gran conflicto que ha heredado Calvet, la guerra del agua. Mejor dicho, la segunda parte de esta batalla por el control de ATLL que ahora le lleva a la Generalitat a estar a la greña en los tribunales con Acciona y sus socios en la concesión del servicio. Se le intenta pagar el mínimo posible en la liquidación, pero si esto se traduce en un nuevo revés judicial por incumplir las normas de juego que el propia Govern estableció en 2012 barrerá cualquier atisbo de credibilidad del Ejecutivo catalán en una cuestión tan sensible como la contratación pública.
Sin mencionar el impacto que se generará en el bolsillo de los contribuyentes. Deberán cubrir el coste tanto de la batalla judicial como de la indemnización que finalmente se fije en los tribunales. Por desgracia, esta es la consecuencia más habitual de la política de la patada adelante.