En El club de los poetas muertos, una película memorable, el actor Robin Williams habla a sus alumnos sobre la literatura de Shakespeare y, sorprendiéndolos, asciende a su mesa profesoral y pronuncia una frase que pasará a la historia de la cinematografía y de la enseñanza: “Me he subido a mi mesa para recordarme que debemos mirar las cosas de un modo diferente”. Acto seguido pide a su joven audiencia que comprueben el efecto y le acompañen desde la misma altura. “Cuando ustedes crean que saben algo, deben mirarlo de un modo distinto”, les agrega.

Intentar una lectura poliédrica de los acontecimientos que vivimos, en los que algunos elementos de análisis están inutilizados por el tiempo, sería un buen ejercicio para todos. Confinados en nuestros domicilios o cumpliendo con el servicio a la comunidad desde diferentes ámbitos, vivimos un momento en el que la reflexión cenital y desapasionada debería imponerse a la palabrería vacua, insulsa e irresponsable.

Que el Gobierno de Pedro Sánchez no anduvo ágil con la puesta en marcha de las medidas de contención es una obviedad, que las manifestaciones del 8M deberían haberse suspendido, también. Que los gobiernos autonómicos de Madrid y Cataluña están sacudiéndose responsabilidades sobre sus competencias sanitarias es tan evidente que hasta produce cierta pena (o asco; o rabia). En el primero de los casos no fueron capaces ni unos ni otros de sobreponerse a la anacrónica lucha entre supuesta izquierda e hipotética derecha, mientras que en el caso catalán prevaleció la deslealtad victimista de quienes buscan asesinar al Estado a toda costa y con cualquier coste.

No lo hicieron mejor los ultras que nos excitan las bajas pasiones desde Vox con su mitin multitudinario. Ni los nacionalistas pragmáticos del País Vasco. Ni los marqueses de Galapagar con su nada ejemplar inobservancia de las reglas de confinamiento que querían aplicar para el resto de ciudadanos. Ni aquellos españoles que confundieron el estado de alarma con unas minivacaciones en las segundas residencias, ni los que con irresponsabilidad cómica organizan una orgía con drogas y alcohol (¡para lo que ha quedado la Barcelona olímpica!) poniendo en riesgo a quienes se ocupan de nuestra seguridad colectiva por anteponer su divertimento y placer personal.

Son tiempos líquidos de ismos: egoísmos, populismos, radicalismos… Son momentos de proliferación de la superficialidad. Cuando de lo que se trata es de administrar la cosa pública, de mucha e inútil politiquería. Y eso no lo ha traído la pandemia del COVID-19, permanecía anidado en nuestra sociedad desde hace ya demasiado tiempo.

Conviene, como hizo el profesor John Keating en la película citada, ascender unos peldaños y procurarse visiones diferentes, menos corrompidas por nuestros usos y costumbres más recientes. Nada en el mundo volverá a ser igual después del Coronavirus y con la superación de la pandemia llegará también una nueva era que cambiará no pocas certidumbres humanas con una velocidad de vértigo. Lo que vivimos acelerará los cambios a mucha mayor velocidad que la última crisis financiera de hace poco más de una década.

Pensemos, por ejemplo, de qué manera esta enfermedad influirá sobre nuestra economía, seguridad, cuidado de la salud y vigilancias gubernamentales. ¿Podremos los ciudadanos seguir moviéndonos por el planeta de manera libre?, ¿existirán gobiernos que empleen la tecnología ya disponible para controlar la salud de los ciudadanos en tiempo real, nuestros gustos y aficiones?, ¿afectará el forzado descubrimiento del trabajo telemático a la organización de las empresas, asociaciones e instituciones, de las relaciones laborales?, ¿será el planeta capaz de admitir que ante determinadas nuevas formas de pandemias solo existen soluciones de carácter global, que pasen por encima de soberanías locales o nacionalismos egoístas?, ¿alguien iniciará un discurso a favor de un gobierno global?

Yuval Noah Harari publicaba este último viernes un imprescindible artículo (El mundo después del coronavirus, Financial Times) que incorpora una interesante reflexión y un controvertido análisis sobre los tiempos que vendrán. Es cierto que en el momento que nos encontramos todavía nos puede la lectura presente de los acontecimientos. No estaría de más que, en cualquier caso, seamos capaces de poner las luces largas a nuestro pensamiento e imaginar cómo será el siglo XXI después de la que seguro es la mayor catástrofe de nuestra generación. El autor judío alerta de algo que no debe pasarnos inadvertido: cualquier decisión que nuestra sociedad adopte en estos momentos de crisis condicionará seguro nuestra futura economía, política y cultura. Y eso se llevará a cabo a la par que decidimos cómo queremos vivir en dos nuevos ejes: empoderamiento ciudadano o control totalitario, por un lado, y aislamiento nacionalista versus solidaridad global, por otro.

Mientras contamos víctimas mortales, a la par que cumplimos con todas las recomendaciones que pueden mitigar la transmisión de las infecciones, en el mismo momento en el que nos cruzamos reproches sobre responsabilidades y errores, dediquemos unos minutos de nuestro frugal tiempo presente a subirnos a la mesa con humildad y constatar que casi nada de lo que sabemos servirá para esculpir el futuro inmediato. El politiquerío barato de las últimas semanas, menos todavía.