Defraudar tiene una doble acepción: ejercer una mala gestión económica y decepcionar. La justicia decidirá si Ada Colau ha incurrido en lo primero, pero de lo que no cabe duda es que la alcaldesa de Barcelona ha decepcionado a todos aquellos electores que estaban convencidos de que otra forma de hacer política era posible.
En Cataluña tenemos organismos que velan por la buena gestión del erario público por encima de nuestras posibilidades. A saber: Oficina Antifraude, Sindicatura de Cuentas, Comisión de Garantía del Derecho de Acceso a la Información Pública... Se crean así duplicidades con otros estamentos como la Fiscalía o los juzgados, que incurren precisamente en lo que se intentaba evitar, en el despilfarro de dinero que pagamos entre todos los ciudadanos. Sin apenas competencias, porque en caso de delito se remite a la justicia, la Sindicatura de Comptes es una especie Tribunal de Cuentas a la catalana, una “estructura de Estado” que conoció el colapso años atrás y que, desde entonces, nunca ha emitido informes a tiempo. Precisamente ayer, este órgano fiscalizador hacía público su análisis de la Cuenta General de la Generalitat de 2019.
Para Convergència, disponer de esta entidad venía a demostrar que nada tenía que esconder el partido fundado por Jordi Pujol. Hasta que los casos Palau y 3% demostraron que el llamado oasis catalán, donde los partidos se tapaban las vergüenzas, era un espejismo. La reciente entrada en la cárcel del exalcalde de Sabadell, Manuel Bustos, o el caso Pretoria, donde la corrupción era transversal y afectó por igual a PSC y CDC, demuestran que los socialistas tampoco eran intocables.
Ya en época del tripartito, a ERC se le ocurrió crear la Oficina Antifraude de Cataluña (OAC) a modo de advertencia para Convergència que, cuando recuperó el poder, se propuso eliminar. No se atrevió porque se acababa de descubrir el expolio del Palau de la Música. Y, claro, quedaba fatal eliminar esa entidad.
Ni la Sindicatura de Cuentas ni la OAC tienen competencias para profundizar en determinadas investigaciones, pero ambas instituciones han emitido a lo largo de muchos años recomendaciones sobre contratos y subvenciones públicas. Y en las mismas, siempre se ha repetido la misma advertencia: que las adjudicaciones a dedo, esto es, sin concurso, debe ser una medida excepcional de la que no se puede abusar. Tanto el Govern como el Ayuntamiento de Barcelona han hecho oído sordos a esos avisos, propiciando las redes clientelares y el amiguismo.
La llegada de Ada Colau al consistorio barcelonés no ha supuesto ningún cambio en esa mala praxis. El tiempo dirá si la investigación judicial contra la líder de En Comú Podem prospera y si incurrió en un delito al conceder subvenciones a entidades afines. Pero lo cierto es que Colau ha defraudado, es decir, ha decepcionado a muchos electores que creyeron en esa nueva forma de hacer política prometida por una confluencia de izquierdas dispuesta a dejar atrás los viejos vicios de los grandes partidos porque, aseguraba, llevaba la transparencia en su ADN. Tal era el afán por regenerar las instituciones catalanas, que los comunes se dotaron de un código ético muy estricto que obliga a dimitir a sus cargos en caso de imputación judicial por delitos relacionados con la corrupción, la prevaricación o el tráfico de influencias.
La primera edil de la ciudad ha decidido incumplir su propio código. ¿Era prepotente antes, al dotarse de unas duras normas internas convencida de que nunca se aplicarían, o lo es ahora, al hacer caso omiso de ellas? El refrán es tan castizo como adecuado en estos momentos: "Dime de qué presumes, y te diré de qué careces". Los comunes han sido especialmente exigentes en la investigación judicial que implica a la alcaldesa de L'Hospitalet de Llobregat, Núria Marín (PSC), pero no tanto con los casos que les afecta a ellos mismos. Un doble rasero, el que practica el partido de Colau, en un tema del que siempre han hecho bandera, como antes ERC: mans netes.