Un Estado es sinónimo de violencia. Legítima, en el caso de una democracia, pero violencia al fin y al cabo. Es imposible el cumplimiento efectivo de las leyes si no se dispone de los medios y la determinación con los que coaccionar a los individuos para que no se las salten.

Sin multas, no se respetarían los límites de velocidad ni los semáforos en rojo. Sin obligar a pagar impuestos, no se podrían atender los derechos que garantiza la Constitución. Sin porras, no se echaría a los okupas de las casas ajenas. Sin intervenir las cuentas corrientes y los teléfonos, no se cazaría a los políticos corruptos. Sin pistolas, no se detendría a los asesinos. Todo eso es violencia.

Por ello, apelar a la intervención de la policía o del ejército cuando se intenta quebrantar el orden constitucional por la fuerza, no es algo de lo que avergonzarse. La actuación de los antidisturbios de la Policía Nacional y de la Guardia Civil el 1-O para sofocar el intento de golpe al Estado apoyado por turbas de fanáticos de todas las edades no debería acomplejar a ningún demócrata --como pretenden los nacionalistas y ha comprado algún necio despistado fuera del país--, sino todo lo contrario: es una muestra inequívoca de que, por suerte para todos, el Estado democrático existe y de que es más fuerte de lo que algunos creían.

Además, no deberíamos olvidar que la Constitución otorga a las fuerzas armadas la “misión” de “defender” la “integridad territorial” de España y “el ordenamiento constitucional”. De hecho, para la mayoría de los países del mundo, cuestionar un centímetro de su territorio es casus belli.

Sin embargo, Javier Cercas no iba en esa línea cuando hace dos años, en un acto en Extremadura, hizo un comentario instando a llamar a la Unidad Militar de Emergencias (UME) para frenar el procés. Unas palabras que, descontextualizadas, ahora le reprocha el independentismo catalán.

Cercas tiene derecho a defender una intervención militar en Cataluña ante un desafío tan brutal como el del procés. Insisto, sería razonable plantearlo. Pero no lo hizo.

"Cuando la vida pública, la política, se llena de pasión, de aventuras, de emociones, como nos ha ocurrido a los catalanes en los últimos años, échate a temblar o llama a la unidad del general", dijo textualmente el escritor, en referencia al responsable de la UME --el grupo militar de intervención rápida en caso de catástrofe--, que también estaba presente en el escenario.

El vídeo lo difundieron las hordas independentistas digitales con el objetivo de desacreditarle, después de que defendiera en TV3 la democracia española y el papel del rey Juan Carlos el 23F.

A Cercas le han dicho de todo. La diputada de JxCat Cristina Casol le ha tildado de fascista. El periodista Enric Calpena --un habitual de TV3 y Catalunya Ràdio-- le ha comparado con el genocida serbobosnio Radovan Karadzic. Y así, muchos más.

El episodio no es nuevo. El nacionalismo catalán siempre ha tratado de intimidar, amedrentar y acallar a todo aquel que alzase su voz contra el imaginario colectivo homogeneizador construido en las últimas décadas.

Y durante mucho tiempo consiguió atemorizar a los disidentes, evitando nuevas posiciones discrepantes por miedo a ser señalados y, sobre todo, marginados. Solo algunos valientes se atrevieron a dar la cara y jugarse su prosperidad y la de sus hijos ante el silencio de los demás. Todo ello en plena democracia.

Pero eso está cambiando. El propio Cercas es la mejor prueba de ello. “No pienso irme de Cataluña, ni estar callado”, ha advertido frente a la campaña de linchamiento independentista contra él.

Sin embargo, aún queda mucho camino por recorrer. Decía Cercas el sábado pasado en TV3 que “cuando das por hecha la democracia, ya la estás poniendo en peligro”. No le falta razón. Y tal vez deberíamos tomar nota de esa advertencia.

Y es que dialogar, negociar o pactar con los que desafiaron el orden constitucional durante el procés (los mismos que justifican o aplauden a los que acusan de fascista y genocida a quien defiende la democracia española) no parece la mejor estrategia para mejorar las cosas.