El discurso del candidato de ERC, Pere Aragonès, durante la sesión de investidura del viernes pasado fue decepcionante. Su apelación a Catalunya, un sol poble nos retrotrae a épocas pretéritas de infausto recuerdo.

Recuperar en pleno 2021 el eslogan del catalanismo trasnochado y nocivo de los Josep Benet, Paco Candel, Jordi Pujol y compañía seguramente generó un escalofrío en muchos ciudadanos de Cataluña.

Con la excusa de Cataluña, un solo pueblo, el nacionalismo catalán ha impuesto sin remilgos ni remordimientos en toda la sociedad su proyecto ideológico uniformizador. Lo vemos en la escuela, con la aplicación desacomplejada del modelo de inmersión lingüística obligatorio exclusivamente en catalán, a pesar de que los tribunales lo han declarado ilegal.

También lo constatamos en la supresión de casi toda referencia a España en la educación, con el objetivo de convertirla prácticamente en una realidad ajena y hostil para las nuevas generaciones.

Lo mismo podríamos decir en relación a los símbolos nacionales, que prácticamente han desaparecido de las instituciones públicas y, en muchas ocasiones, han sido sustituidos por emblemas secesionistas.

No cabe duda de que se han cumplido la mayoría de los objetivos del Programa 2000 de Pujol, el conocido plan para inculcar el sentimiento nacionalista en todos los ámbitos de la sociedad catalana mediante un férreo control de la administración, los medios de comunicación, la educación, las asociaciones, la cultura, el deporte, las organizaciones empresariales y sindicales, etc.

Y el lema Cataluña, un solo pueblo también fue parte nuclear de ese proyecto de ingeniería social, que se materializó en algo así como Cataluña, una sola lengua, una sola identidad.

Como resultado de aquel proceso nos encontramos con situaciones inconcebibles como la vivida el sábado pasado por el líder de Ciudadanos, Carlos Carrizosa, en un programa de TV3. Una de las periodistas colaboradoras, la también activista independentista Beatriz Talegón, le reprochó que hablase en castellano.

“¿Por qué usted, que habla perfectamente catalán, evita hablar en catalán en TV3?”, se atrevió a soltarle al entrevistado. “Porque me da la gana. Alucino con que yo venga a TV3 y se me pregunte por qué hablo en castellano. Yo hablo como me da la gana, como todos los catalanes”, respondió impecable el diputado naranja. Tiene guasa que un invitado sea interpelado a justificarse por el idioma que usa en TV3, sobre todo cuando este es oficial.

Por suerte para todos, todavía hay quienes se rebelan frente a los atropellos del nacionalismo catalán. Es el caso de la Asamblea por una Escuela Bilingüe (AEB), que ha logrado tumbar los proyectos lingüísticos de dos escuelas catalanas por excluir el español como lengua vehicular.

Las sentencias del TSJC tienen especial trascendencia, pues dan un paso más allá del histórico dictamen de diciembre pasado y dejan claro que la Lomloe tampoco sirve de aval para continuar aplicando la inmersión, pues la prerrogativa para recibir una parte razonable de la educación en castellano (de momento, al menos el 25%) es un derecho constitucional.

En cualquier caso, la obsesión homogeneizadora del nacionalismo catalán choca con una realidad. Según las encuestas de la Generalitat, alrededor del 48% de los catalanes utiliza el castellano como lengua habitual, frente al 36% que usa el catalán y el 7% ambas. Y el Centro de Estudios de Opinión autonómico apunta que el 70% de la población se siente española y catalana en diferentes grados, mientras que un 22% se siente solo catalana.

Con estos datos, retomar la matraca de Catalunya, un sol poble y asociarla al proyecto soberanista, excluyente e independentista del nacionalismo catalán, como pretende ERC, es anacrónico y preocupante.