El independentismo toma el control de la órbita de La Caixa (su fundación y sus participadas de Criteria, con el banco a la cabeza) y, a cambio, destierra su intención de celebrar un referéndum sobre la soberanía de Cataluña respecto de España. Pacto de altísimo y discreto nivel. Crudo, ¿verdad? La hipotética escena parece propia de un autobús de escolares de excursión que entonan el popular Vamos a contar mentiras.

Ese relato mágico es la última especie malévola en circulación.

La Barcelona que debería ocuparse en preparar una alternativa a la alcaldesa buñuelo trajina lamentablemente desvivida entre conjeturas como esa, artículos mezquinos surgidos de la pluma mercenaria de Salvador Sostres y especulaciones kafkianas sobre la proyección de Jaume Giró. Al consejero de Economía un día lo despiertan gusano y a las pocas horas lo metamorfosean en mariposa y preside la Generalitat.

El mar y el grupo La Caixa son las pocas cosas que hoy generan envidia en la capital de España. La obra de los Ferrer-Vidal, Mateu, Carreras, Millet, Samaranch, Vilarasau, Fornesa y Fainé concita una admiración indiscutible. Sí, pero antagónica y proporcional a las burlas que aún se fabrican sobre Mas, Puigdemont y Torra. Ese grupo empresarial, poderoso y realmente capilarizado en el tejido productivo, es una obra económica, un conglomerado financiero y social por cuyo control suspiran desde la Moncloa a cualquier rincón del entorno Ibex. El grupo La Caixa, con enormes y largos tentáculos, es quizá ya la mayor contribución catalana a la historia contemporánea, aunque el nacionalismo anteponga otros mártires e identidades a los que adorar.

Quizá ahí anide la razón por la que algunas mentes retorcidas dan pábulo al cambalache de La Caixa por el referéndum. Como si una y otra cosa fueran siquiera equivalentes o comparables…

En el Madrid pujante se frotan las manos conjeturando sobre catalanes posprocesistas. No hay animosidad, se trata de puro divertimento. Las idas y venidas, sobre todo sus contradicciones internas, son objeto de comentario jocoso. El Madrid dirigente se ríe de los acontecimientos de 2017 y está emperrado en que la carpeta catalana está archivada. Esa reflexión expresa un deseo, pero no una realidad. El nacionalismo catalán está en stand-by, en fase de rearme, en tregua soporífera, hibernado. No ha decaído, ni mucho menos. Quien se afana en interpretarlo así utiliza solo las luces cortas del análisis.

Entre tanto, en Cataluña subsiste una burguesía aburrida –cobarde, como siempre— que no aprenderá jamás a ganar. A diferencia de cómo actúa esa misma clase en el País Vasco, prefiere actuar como bufona de una corte arruinada y sin poder efectivo que dar un paso al frente y luchar por su supervivencia, por la continuidad de su obra e intereses ancestrales. En tierras catalanas los dirigentes de empresa prefieren ocuparse del sexo de los ángeles, sea en el Círculo de Economía, el Barça, la Cámara de Comercio o tantos otros espacios antaño de rico debate. Lo combinan con un par de visitas mensuales al Madrid del poder para compararlo con su miseria local y contaminarse de un esplendor económico logrado con fuertes dosis de Viagra política. Dramático, pero real.

La Caixa es un activo económico despolitizado que no debiera jamás someterse al juego del cortoplacismo electoral ni siquiera ahora que el Estado es propietario del 16% de su división bancaria. Acumula mucha historia y arraigo social como para mercadear con el logro de varias generaciones y convertirla en una póliza de crédito de la paz política. Isidro Fainé lo impedirá mientras mande. Hará bien en proveer una sucesión que garantice esa misma independencia cuando abandone la sala de máquinas. Ni hoy ni mañana sería aceptable que nadie se apropiara con fines políticos de una obra coral, nacida del edificio social construido con el progreso y la convivencia acumulada en más de un siglo de existencia independiente.

Si a un catalán sensato algún independentista se le acerca con la cantinela del “te cambio La Caixa por olvidarme del referéndum”, lo recomendable es ser caritativo, darle una limosna y proseguir el camino sin mayor atención. Más que nada por mantener la sensatez.