Nuevo Gobierno en España. Un Ejecutivo que puede representar diversas cosas al mismo tiempo. Por una parte, la idea de que existe una España de gente muy preparada, joven, femenina, que quiere comprometerse e iniciar un ciclo de reformas, para llevar al país a formar parte del mejor club europeo, el de los Estados más avanzados. También tiene una clave interna, para el PSOE, la de demostrar que los socialistas están vivos, que son capaces de trazar una alternativa. La situación, en todo caso, es nueva y obliga a replantear las cosas, a pensar que es posible llegar a acuerdos, pero sin lanzar las campanas al vuelo. Se han roto puentes. No será fácil.

Lo que exige el nuevo panorama es que todas las partes implicadas sean prudentes. Y en Cataluña --aunque también ha habido excesos en el resto de España, por parte de dirigentes políticos y empresariales-- se debería ser muy cuidadoso con algunas expresiones. Ya no vamos a entrar en los escritos del presidente Quim Torra, sino en lo que ha venido a continuación y que expresa --y ese es el motivo de preocupación-- una cuestión de fondo, estructural.

Se trata de las consideraciones de Laura Borràs, consejera de Cultura, y de Albert Batet, alcalde de Valls y nuevo portavoz de Junts per Catalunya. Los dos han cuestionado, con diversas expresiones, la lengua castellana y su relación con los catalanes. El error se mantiene una y otra vez, y cuesta entenderlo, cuando, al margen de la utilidad de la lengua, es la propia de la mitad, por lo menos, de los catalanes. Asegura Borràs que el castellano ha sido lengua de “imposición”, sin atender a los numerosos estudios que demuestran lo contrario, a los trabajos de expertos como Manuel Peña Díaz, colaborador en Crónica Global, que insisten en que se convivió durante siglos, y que dependía, claro, de cada zona geográfica, dentro de Cataluña. A Borràs se le ha traspapelado, seguramente, el libro de Peña Díaz, El laberinto de los libros, historia cultural de la Barcelona del Quinientos. Vale la pena que lo recupere.

La idea que sigue creando una gran confusión es la asociación de la lengua con la nación, como Peña señala, que toma cuerpo con el Noucentisme, de donde bebe la política nacionalista. Eso implica que el proceso soberanista, entre otras cosas, haya sido tan poco transversal: defienden la independencia los que se expresan habitualmente en catalán y tienen padres y madres y abuelos nacidos en Cataluña. Las excepciones, que las hay, son minoritarias, como indican todas las encuestas que se han centrado en esa cuestión.

Pero Batet, preguntado en el Parlament para que desarrollara algunas de sus declaraciones en castellano, dejó claro que no es muy partidario, que no se siente cómodo, y que su castellano "es un poco de Valls". No se trata de los acentos, no se trata de las particularidades del habla, faltaría más, sino de léxico, de fluidez, de estructuras gramaticales. Y aquí llega lo que se puede definir como una traición. ¿O es que la inmersión lingüística no prepara bien en castellano a los niños y niñas de Valls?

Si se desea que el conjunto de catalanes sea un “pueblo”, el esfuerzo de, por lo menos, dos generaciones, de adoptar el catalán como una lengua propia, junto al castellano, para no dejarla en exclusiva en manos de esos catalanes-catalanes, como se decía hace unos años, no se ha visto correspondido con una élite política nacionalista que se expresa mal en castellano. Es así. Y lo es, y ahí reside, tal vez, el problema mayor, porque políticos o ciudadanos como Batet no utilizan en su vida diaria el castellano prácticamente para nada. ¿Entonces, de qué transversalidad se habla? ¿Cómo se quiere ampliar la base social del independentismo, como claman los independentistas?

Eso se puede llamar de muchas maneras, pero parece una traición. Esos mismos políticos, que renuncian al castellano --no ha pasado lo mismo en sentido contrario-- impulsan un proyecto para independizarse de España, sin pensar en todo lo que eso conlleva.

Y lo arreglan todavía más, cuando, como Borràs, u otros políticos, como el mismo Torra, aseguran que en Cataluña hay muchas lenguas, más de 300. El primero en decirlo fue Josep-Lluís Carod-Rovira, quien, a pesar de ello, hizo un gran esfuerzo para reorientar el catalanismo, con bases sociales más amplias. Sin embargo, en eso se pierden. No hay manera. No hay 300 lenguas. Hay principalmente dos, el catalán y el castellano, que conviven cada día. Después hay otras, claro, como el árabe, el urdú, o el italiano --hay muchos italianos en Barcelona-- pero no dejen al castellano como una más, al lado del urdú, por ejemplo.

Si Borràs o Batet, y otros dirigentes independentistas e intelectuales, no ven esa cuestión, el problema que se ha generado en Cataluña tardará mucho más en resolverse. Si quieren resolverlo, claro.