La Generalitat apunta y los hiperventilados disparan. Sin que haya condena firme por parte de quienes, como cualquier personal racional, se indignaría ante un llamamiento a apedrear la casa de un niño de cinco años. Lejos de conciliar, de instar a abordar el tema con criterios pedagógicos, la Consejería de Educación ha decidido que visitará la escuela de Canet de Mar donde se ha aplicado la sentencia del 25% de horario lectivo en español.

El motivo de ese encuentro con profesores y padres no será para denunciar el mobbing que sufre ese pequeño, sino para instar a la dirección del centro a resistir ante la Justicia ‘catalanófoba’ que, ¡oh desmesura!, ordena impartir una asignatura más en castellano. El relativismo que el departamento de Josep González-Cambray practica sobre la autonomía de centros es muy descarado. Sobre el papel, los directores tienen libertad para tomar decisiones. Pero cuando la cosa va de soflama identitaria, quien manda es el Govern.

Un Govern que ha reversionado aquel “apreteu, apreteu” con el que el expresidente Quim Torra animaba a los Comités de Defensa de la República (CDR) a tomar las calles. El ejecutivo independentista jalea ahora a un activismo lingüístico que practica el acoso a menores. Conviene recordar que, antes de que Jaume Fàbrega o Albert Donaire apoyaran el acoso a un menor, las escuelas donde hay matriculados alumnos cuyos padres reclaman más clases en castellano ya habían sido objeto de escraches por movimientos a favor del monolingüismo, sin que la Generalitat, en ningún momento, haya prevenido de las consecuencias de señalar a un menor.

La Administración catalana utiliza su poder para normalizar comportamientos delictivos. Los delitos de odio están tipificados en el Código Penal, aunque el independentismo se empeñe en desobedecer las resoluciones judiciales de una Justicia que le son adversas. Entramos así en un bucle, según el cual, en Cataluña existe un ejecutivo que no reconoce al poder judicial, violentando así el derecho ciudadano a una tutela jurídica efectiva. Lo dijo Platón: “La democracia puede no ser más que un punto de partida en el camino hacia la tiranía”.

Lejos de ser una anécdota, personajes como el gastrónomo Fàbrega y el mosso d’esquadra Donaire demuestran hasta qué punto fomentar el odio sube enteros en el determinados ámbitos soberanistas. El primero publica libros y escribe en un diario digital de referencia en el mundo independentista. El segundo se postuló como candidato al Consejo para la República y esperemos que ya no tenga licencia de armas.

No hace falta recurrir a estos ejemplos extremos y reincidentes, pues no es la primera vez que estos referentes del activismo radical se prodigan en insultos y tuits xenófobos. Un reputado economista como Germà Bel coquetea con la segregación lingüística, esto es, con crear dos líneas educativas separadas al estilo País Vasco. Algo que nadie defiende en Cataluña. Porque una de las grandes mentiras del secesionismo ultra es atribuir a las familias que acuden a los tribunales la petición de una escuela cien por ciento en castellano. Y debido a esa falsedad agitprop, poderosa y movilizadora, el Govern que preside Pere Aragonès, el mismo que prometió poner a las personas en el centro de sus políticas, se niega a abordar la cuestión con valentía y con criterios pedagógicos. Todo ello por un puñado de votos. Los que llevan a altos del Govern a extremar sus convicciones.

El catedrático de sociolingüística Francesc Xavier Vila se negó a firmar el manifiesto Koiné, que defiende el monolingüismo en Cataluña, porque a su juicio “es simplista y está todo muy basado en la ideología, que tiene una perspectiva maniquea porque plantea dos bloques”. Tras ser nombrado secretario de Política Lingüística de la Generalitat, Vila habla de “lenguas amigas” y hace llamamientos a darse de baja de Netflix si esta plataforma de pago no introduce más cuotas de catalán.

La imposición, está claro, es el único recurso que sabe utilizar el Govern para potenciar un idioma amenazado, no por un niño de cinco años de Canet de Mar al que se señala y acosa, sino por factores más complejos y poderosos que mucho tienen que ver con la economía de mercado y la creación cultural. Analicemos por qué no existe un Ibai Llanos o un El Rubius catalán. Por qué conocidos profesionales del sector audiovisual emigran a Madrid. Y si la respuesta, por inmediata, es el dinero, vetar una hora más de castellano en los colegios y acosar a un niños de cinco años no parece que vaya a mejorar la situación del catalán, y sí empeorar la convivencia en Cataluña.