Cataluña tiene ahora mismo a sus dos mejores políticos en lo alto del tablero, aunque no compartan partido, ni programa, ni escenario. Salvador Illa y Josep Sánchez Llibre. Uno gobierna, el otro empuja. Y ambos mandan.
En esta región siempre tan teatralizada, donde los decorados independentistas aún no han sido desmontados del todo, hay dos figuras que, sin necesidad de levantar la voz, cortan más bacalao que muchos de los que salen en la foto como pescadores. Uno se llama Salvador Illa. El otro, Josep Sánchez Llibre. Y no, ninguno necesita prólogo.
El primero es presidente de la Generalitat y, lo que quizás es más importante, jefe de filas del PSC y barón con carné oro en el PSOE. El segundo, patrón de patronos, presidente de Foment del Treball y vicepresidente de la CEOE, pero sobre todo, ese señor que ha convertido el atril empresarial en una eficaz plataforma de oposición. Casi más que Junts, el PP o Vox juntos. Sin despeinarse.
No es sólo que tenga voz propia. Es que influye de verdad. Sánchez Llibre susurra y Antonio Garamendi escucha. Porque el líder de Foment también ha sabido hacer de la CEOE un terreno de juego propio, sin necesidad de asomar demasiado la cabeza. Una llamada, una enmienda, una presión quirúrgica. Funciona.
Lo que pocos saben (o fingen no saber) es que, en tiempos de incertidumbre procesista, Sánchez Llibre trabajó, por lo bajini, para que Illa alcanzase la presidencia. No por amor político, sino porque era el mal menor. El pacto tácito era simple: mejor un socialista previsible que otro festival de nacionalismo enloquecido. A veces, aunque el procés demostró que no siempre, hasta la burguesía se vuelve pragmática.
Pero llegó la vivienda. Ese asunto que, por algún motivo, convierte a cualquier gobierno en un mal equilibrista y amenaza la continuidad más que la corrupción o los escándalos. Y la frágil sintonía saltó por los aires. Porque Illa, pese a no creerse ni media línea de su propio argumentario habitacional, ha asumido el papel de contención social con disciplina germánica. Su objetivo: que no revienten las costuras del malestar. Si hay que fingir, se finge. Si hay que improvisar una política de vivienda con vocación de titular, se hace. Y si toca regalarle un caso Orsola a la izquierda, pues se regala.
Lo cierto es que el presidente Illa ya ha tomado decisiones. Fichó a Ramón García Bragado —uno de esos juristas que huelen el urbanismo como un trufista— y ha empezado a marcar a los alcaldes: hay que edificar como en los 60. No barracas, sino bloques, calles, ambulatorios… y, con suerte, cierta paz social. La consigna es clara: apagar fuegos antes de que prendan. Incluso si hay que usar la manguera antes del incendio.
Mientras tanto, Sánchez Llibre hace lo suyo: criticar con cálculo. Ha sido directo y punzante contra los pactos de la Generalitat con la izquierda sobre los alquileres. No tanto por lo que dicen —sabe que todo es cosmética legislativa con poca eficacia real—. Y lo ha hecho con más energía que cualquier diputado de la oposición. Tiene más libreta que muchos de ellos, y mejores relaciones también.
Su habilidad no se agota en las ruedas de prensa. En su otra vida —la diplomática, la subterránea—, mantiene viva su interlocución con Waterloo. Sí, ese prófugo al que muchos repudian en público, pero con el que pactan en el Congreso. Gracias a esas líneas de comunicación, Sánchez Llibre ha introducido enmiendas transaccionales que son música celestial para los oídos del empresariado. La supresión del impuestazo a las energéticas es solo una de sus joyas.
Eso sí, Illa no se inmuta. Escucha, asiente, sonríe. Va a los actos empresariales, aplaude cuando corresponde y toma nota cuando toca también. Sabe que algún día tendrá que devolver favores. Pero no tiene prisa. Porque de momento manda, y manda mucho.
En definitiva, en el teatro político catalán de hoy, los dos actores con más texto —y más capacidad de cambiar el guión— son dos cristianos que se entienden: un socialista que disimula y un patrono que recuerda con nostalgia y también disimulo su etapa de diputado democristiano. Ambos juegan sus papeles con soltura. Uno desde la Generalitat. El otro desde la trastienda del poder económico.
Un socialista que simula. Un patrono que recuerda. Y lo más sorprendente: ambos, por separado, sostienen lo poco que hoy queda en pie.