Cataluña, con y por sus particularidades, ha sido durante décadas un sitio atractivo para vivir y trabajar, una región próspera y avanzada en relación con otras más rurales.

Estas circunstancias han propiciado la llegada de numerosos ciudadanos de otros lugares, antes del resto de España y ahora también de otros muchos rincones del planeta.

Poco a poco, esta convivencia, que ha hecho de esta comunidad un espacio plural y más rico, sirvió para acuñar el eslogan Catalunya, terra d’acollida. Pero se acabó.

Cataluña ya no es tierra de acogida. Junts, que “solo” tiene siete diputados en el Congreso, se las ha ingeniado para blindar las fronteras catalanas a los inmigrantes.

A fuerza de extraños acuerdos con el Gobierno, ha logrado no solo la delegación de competencias en inmigración, sino también el rechazo permitido a los menas.

Porque Puigdemont y su séquito presumen de que, de los miles de menores no acompañados –norafricanos– que llegan a España, Cataluña solo acogerá a una treintena.

El pobre argumento es que Cataluña ha hecho siempre un esfuerzo enorme por acoger, y ahora es el turno de que otros arrimen el hombro. La realidad, sin embargo, es otra. 

Fue el catalanismo de Jordi Pujol el que priorizó la llegada de inmigrantes de ciertos países en detrimento de otros, en función de su potencial catalanización. Y falló el tiro.

Las cosas no suceden de un día para otro sin razón. Todo deriva de un caldo de cultivo y de una mala gestión prolongada en el tiempo. También con la inmigración.

La integración es una utopía hoy por hoy. Se quiso vender el monolingüismo como la solución, pero no lo es. También se promovió la cultura particular de cada quien.

Hoy proliferan los guetos y no son pocas las diferencias de empleo entre los autóctonos y los nouvinguts, que tampoco comparten referentes históricos.

Sin una vida en común, sin una historia que conecte a unos y otros, es muy complicado que nazca un sentimiento de pertenencia entre los recién llegados, que cada vez son más.

Pero hay que tener la cara muy dura para justificar el rechazo a los menas con la histórica mano tendida de Cataluña a todos los llegados a la comunidad.

Faltan recursos en todas partes, y esas carencias se transforman, después, en la deriva delincuencial de esos muchachos desamparados.

Es esta potencial delincuencia la que está detrás del ideario racista y xenófobo de Junts, cuyos antecesores hicieron más bien poco por integrar a los extranjeros.

Tampoco los actuales dirigentes parecen dispuestos a cambiar el rumbo. Puede que sea tarde, pero ya no somos terra d’acollida. O no para todos. De aquellos polvos, estos lodos.