Los seis millones de catalanes que viven en la región metropolitana de Barcelona necesitan agua. La emergencia por sequía se activó hace semanas y ya se ha bajado la presión de la distribución en ciertas ciudades del AMB. Otras grandes urbes de la segunda corona han testado qué ocurre si aplican esta medida y, si no se detectan problemas en los barrios (por ahora, todo va como la seda), la van a aplicar en breve.
Todo esto ocurre en los primeros compases de marzo. Invierno está siendo otra estación sin apenas lluvias y en la Generalitat aún se miran los mapas del tiempo y las previsiones a largo a la espera de hallar algún signo de precipitación. La obcecación en buscar lluvia es admirable. Incluso se repite que en algunas proyecciones se cumple aquello de En abril, aguas mil, aunque es posible que a estas alturas del partido se confunda deseo con realidad.
La gestión de la sequía es la gran prueba de fuego de la presidencia de Pere Aragonès. Mucho más que las políticas emprendidas en clave independentista o la gestión de otras crisis más terrenales que han estallado en Cataluña en los últimos tiempos, como los profundos cambios que ha abordado en Salut y que han generado resistencias.
Supera en impacto al escándalo de los resultados PISA, que más o menos se ha capeado al dejar pasar tiempo y contar con una figura como Anna Simó, una política respetada (especialmente por los docentes) al frente del departamento. Pero que el grueso de la población de Cataluña tendrá que ahorrar agua no es algo que se pueda abordar bajo el mandato del laissez faire, laissez passer. No hay autorregulación ni olvido posible. Simplemente, seis millones de catalanes no tienen agua.
Los alcaldes metropolitanos reclaman realismo y aprovechar la situación para desbloquear políticas hídricas que quedaron en un cajón ya desde antes de 2017. El procés ha impactado en la letanía de la Agència Catalana de l’Aigua (ACA), sí, pero el organismo ya estaba en mínimos por una cuestión de excesiva prudencia financiera. La corporación se ha gestionado como un halcón teutónico en plena crisis de la deuda pública desde la época de Lluís Recoder como consejero del ramo.
Cualquier iniciativa que se active en estos momentos tendrá resultados a largo plazo. No sirve para Aragonès y su equipo, que espera convocar elecciones a principios de 2025. Para este verano ha comprado agua que llegará en barcos y ha anunciado que activa el proceso para ampliar la desalinizadora de Tordera. Bien, pero esta infraestructura reforzada servirá para capear futuras sequías.
El inmovilismo de la Generalitat ha atraído iniciativas de todo tipo. Desde la celebración de misas para atraer la precipitación (un toque kitch siempre es bienvenido) a otras mucho más serias y que facilitarían la realidad hídrica catalana en el medio plazo. La principal es la reclamación de un minitrasvase desde el Ebro, propuesta que ha sido rechazada de frente desde Plaza Sant Jaume.
Aragonès es consciente de que ni repetirá en la presidencia ni liderará como líder del espacio independentista catalán si se pone en contra a los votantes de Tarragona y de Terres de l’Ebre. Y estos tienen claro que Barcelona no les robará agua, aunque les sobre. Y ahora, sobra. La extrema falta de agua en las cuencas internas de Cataluña no se da en los recursos que gestiona la Confederación Hidrográfica del Ebro. Los pantanos de este sistema hídrico están llenos y se esperan nuevas aportaciones de agua porque en el Pirineo ilerdense sí ha nevado. Menos que en otros años, pero hay nieve.
El no de la Generalitat no se limita al minitrasvase, también se da en la apuesta firme en la regeneración. La tecnología está probada incluso en California y hay coincidencia entre ingenieros y distintas operadoras que, con una buena planificación, la gran Barcelona se podría autoabastecer a través de este sistema. Y ante las dudas sobre la calidad del agua, la unanimidad es total: el líquido resultante es de mejor calidad que el de una potabilización básica.
La mirada cortoplacista y con las proyecciones electorales en la mano no sirven para hacer frente a esta crisis. Entregar a los agricultores el cese de un directivo que conoce hace más de dos décadas el ACA como es Jordi Molins como triunfo no es de recibo. Tan errónea ha sido esta decisión, por mucho que el ejecutivo en cuestión sea un inmovilista, que los propios agricultores de Lleida ya han explicado que eso no va con ellos.
Este error sólo acrecienta la imagen de que, ante una emergencia hídrica, los republicanos dan palos de ciego. Cataluña requiere con urgencia una estrategia concertada firme para hacer frente a otro verano sin precipitaciones. Por ahora, el Govern sigue anclado en el no y mira al cielo a la espera de nubarrones. ¿Y si no llegan?