El 5 de octubre de 2017 un consejo de administración extraordinario del Banco de Sabadell presidido por Josep Oliu aprobó el traslado de su sede social histórica de Sabadell a Alicante. Fue una de las primeras respuestas de la gran empresa catalana al referéndum ilegal del 1 de octubre anterior, a la inestabilidad política que se había adueñado de Cataluña en aquellas fatídicas horas (huelga general, mensaje del Rey, disturbios callejeros…) y, sobre todo, a la fuga de depósitos que se había acelerado en las principales entidades bancarias con destino a otras allende Cataluña.
Al Sabadell le siguió Caixabank, la fundación bancaria propietaria, Naturgy, Agbar, Abertis, Catalana Occidente, Cementos Molins, Planeta, Hotusa, Colonial, Axa, Bimbo, Allianz, Codorniu… Las más importantes dieron simbolismo a las reubicaciones, pero en total 7.743 compañías trasladaron su sede fuera de la comunidad catalana desde el 1 de octubre de 2017 hasta 2023, según los estudios posteriores de Informa D&B.
La sangría de depósitos en el sector bancario se aceleró a partir del 1 de octubre, pero llevaba meses incubándose. Muchos catalanes habían pedido a sus entidades bancarias que cambiaran sus cuentas corrientes o de ahorro a otras comunidades. Nunca el Banco Santander, BBVA o ING, por citar algunos, agradecerán suficiente a los independentistas el favor que les hicieron para vaciar los balances de las oficinas catalanas a través de lo que se llamó entonces “cuentas espejo”. El usuario podía operar desde cualquier lugar de Girona, pero su cuenta estaba domiciliada en una sucursal de la entidad en Navalcarnero.
El temor a un corralito, a una restricción de los fondos que podían retirarse y a la confiscación de los ahorros movilizó a miles de catalanes temerosos de que la situación política dañase sus finanzas y el patrimonio familiar. Un alto directivo del Sabadell explicaba en aquellos días el contrasentido de lo que vivían. Una buena parte de los clientes que solicitaban una cuenta espejo o retirar sus fondos camino de otras entidades fuera de Cataluña eran independentistas declarados. “Válgame Dios”, exclamaban aquellos días los bancarios que debían atender el paradójico aluvión de demandas a muchos clientes nacionalistas de la entidad.
De toda aquella locura de 2017 apenas han transcurrido poco más de seis años. Tras las últimas elecciones generales, con un complicado resultado parlamentario, los pactos y alianzas que han hecho posible la investidura de Pedro Sánchez han vuelto a poner en estado de alerta al empresariado catalán y a buena parte de su ciudadanía. Con independencia de los criterios políticos de cada quién, existe un consenso general de que la seguridad jurídica, justo la razón por la que emigraron las casi 8.000 empresas, sigue en entredicho o, para los pesimistas, más incluso que en aquellas fechas.
La ocurrencia independentista de impulsar el regreso de las sedes sociales y el mero hecho de que se hayan barajado eventuales sanciones contra quienes no consientan hacerlo supone un golpe renovado a la estabilidad necesaria para la economía. Lo decía este viernes la patronal catalana, pero además está en la preocupación de todas las empresas afectadas por los traslados. Volvemos adonde solíamos.
Que la política interfiera en el mercado por puro mercadeo es el colmo de lo aceptable. Por si fuera insuficiente que la presión fiscal contra el sector bancario o energético constituya un mecanismo de populismo político, ahora la amenaza es directa. Y, para más inri, la derecha catalana, la de Junts per Catalunya, la que siempre estuvo preocupada por el tejido productivo autóctono, está en la raíz de una fechoría que el posibilismo inconsciente del PSOE de Pedro Sánchez puede avalar a cambio de perpetuarse en el poder.
La presión a las empresas catalanas empieza a hacer mella. Cataluña no es el mismo lugar de antaño para invertir, para localizar actividades creativas y novedosas. Cualquier nuevo negocio estudia a conciencia dónde radicarse antes de comenzar a operar. Es un lucro cesante o un enorme coste de oportunidad y, aunque Cataluña sea uno de sus principales mercados y una tierra atractiva para sus directivos, muchos inversores prefieren conjurar los riesgos de inseguridad que comerse una paella en la Barceloneta.
Los cambalaches políticos a cuenta de la sede de las empresas son impropios de un mercado abierto y desarrollado como la Unión Europea. Igual que siempre lo fue el dumping fiscal entre comunidades y Estados. La propuesta de sanciones incubadas en alguna mente enfermiza de JxCat no conseguiría traspasar la legalidad, pero de entrada constituyen un elemento disuasorio para cualquier emprendedor.
Ojalá pudiéramos saber cuántos de estos dirigentes independentistas que se jactan de manipular a Sánchez a su antojo vistas sus insaciables ansias de poder mantienen abiertas cuentas espejo desde hace unos años con sus ahorros. Seguro que muchos de los que las abrieron no han regresado a su oficina de Igualada, Manresa, Berga, Moià o Tortosa. Ande yo caliente, que decía Luis de Góngora, y ríase la concurrencia… por no llorar.
Por seguir parafraseando a otro poeta, las oscuras sedes sociales que emigraron no volverán de momento a Cataluña por más que se empeñen los hiperventilados, ni aunque las remolquen els segadors. No se han dado las circunstancias ni su decisión fue oscura. Sin más.