Le tomo prestada la frase a toda persona que visita Barcelona y desea tomar una copa --una-- entre semana en la segunda mayor ciudad de España. La metrópolis languidece, y no es palabra de cuñado, sino que lo dicen las cifras en diez años: la urbe ha perdido 125 licencias de ocio nocturno que no se han repuesto

Han desaparecido, entre otras salas, Up&Down, Arena, Merlín, Metro y Trauma. Y nadie las ha reemplazado. Conseguir una licencia es tarea harto imposible en todos y cada uno de los diez distritos de la capital catalana. Y los que lo logran tras esperar años y acometer inversiones, se enfrentan a fortísimas restricciones, como la Sala La Paloma, que más que un local, en cualquier otro país sería orgullo nacional. Aquí se ha pasado 16 años cerrada

U otros se enfrentan a macrorredadas efectistas como la del pasado 21 de diciembre en la zona del Poblenou de Barcelona, que avanzó este medio. Barridos con centenares de funcionarios --¿cuánto dinero público costó? ¿Algunos disparan con pólvora del rey?-- que terminan en un solo cierre cautelar que, además, se levanta a los pocos días. 

No se trata de convertir Barcelona en la capital de la fiesta. No, la ciudad no debe convertirse en Ibiza à la peninsular. Pero la urbe debe tener una oferta variada, tanto para residentes como para visitantes, y el ocio nocturno debe ser parte de ella. Como la cultural o la gastronómica, que son muy completas. Actualmente, no lo es. 

Durante la noche, la ciudad languidece, se apaga, y las cifras lo corroboran: Barcelona está muerta comparada con cualquier capital de provincia. Y no es una capital de provincia: es un destino internacional. O a ello debería aspirar. La marca ya la tiene. 

Es cierto que el derecho al descanso debe estar garantizado. De forma férrea. Pero, en tal caso, ¿por qué no cuenta Barcelona con un plan director negociado y pactado que fije dónde poder abrir locales de noche y dónde no hacerlo para blindar el reposo de los vecinos? ¿Por qué no ordenar el sector con visión de ciudad?

Conjugar ocio y descanso de los vecinos es un reto que debería abordarse de forma integral y sin apriorismos. Pero no ocurre, y entonces llegan las legiones de inspectores. 

Algunos parecen preferir la razia efectista al trabajo sosegado de concertación y pacto entre sectores económicos y vecindario. Y así no se avanza. Salvo que el objetivo sea, claro, ser portada en algún medio.