Nada más incierto que esa especie que corre por cenáculos madrileños que sostiene que jamás una minoría de catalanes había reunido tanto poder. De hecho, tal afirmación es una muestra de desconocimiento de la historia catalana y, en especial, de la más reciente. Al contrario, siempre fue así. Desde mucho tiempo atrás pequeños grupúsculos de catalanes han ejercido el control y la orientación de la política española y, más aún, de la estrategia de la economía española.
Son pocos, pero son una élite muy activa y antaño emprendedora. Acumula décadas en el puente de mando y son reconocibles. Tras la dictadura franquista, el Parlamento catalán destacó en las primeras legislaturas democráticas por la pureza de sus linajes. Lo de los ocho apellidos catalanes, antes que una comedia cinematográfica, fue una realidad parlamentaria. No había apenas un García, un Sánchez, un López, un Fernández o un Martínez con el acta de diputado. Y eso sucedía tanto en los partidos que se declaraban abiertamente nacionalistas (Pujol, Trias, Alavedra, Molins, Barrera, Coll, Xicoy…) como con los supuestamente progresistas, como el PSC, el PSUC y más tarde ICV. Maragall, Obiols, Raventós, Nadal, Ribó… fueron las élites que ocuparon las dirigencias hasta la triste llegada de Montilla.
Sí, son pocos. Pero no tienen dudas sobre su obediencia identitaria, su envoltorio cultural y, en cierta medida, les une la voluntad de diferenciarse de una España que en su fuero interno consideran uniforme, atrasada y retrógrada en lo ideológico. Son escasos, pero hace mucho tiempo que mandan, alrededor de Jordi Pujol, de Pasqual Maragall, de Artur Mas o, más tarde, de Carles Puigdemont y Oriol Junqueras. Son la expresión de aquello que Miquel Roca, nacionalista de orden, bautizó como la Minoría Catalana en el Congreso de los Diputados como si los votos y los parlamentarios de Convergència i Unió representasen al conjunto de ciudadanía catalana.
Justo cuando ese grupúsculo se encontraba más alejado del dominio efectivo, cuando hasta sus propios correligionarios habían asumido el mayúsculo fraude al que les habían conducido con el pretexto de la independencia, llegaron las elecciones generales de julio pasado. Sus pocos votos y menos escaños les han dado una fortaleza que revitaliza, de nuevo, un exclusivo poderío, reservado a una clase burguesa que parece llamada al poder por divina providencia. Muchos de ellos, que tanto arremeten contra la monarquía por su carácter hereditario y tradicional, esconden que ellos viven bajo ese mismo espíritu en la Cataluña real. El franquismo testó a favor de CDC y hasta Pujol estuvo tentado de convertir a su hijo Oriol en el sucesor político directo de su obra. Y, hoy, décadas después y con pocos matices, prosiguen.
Pedro Sánchez les ha regresado el señorío que perdieron democráticamente en las urnas. Deciden sobre el transporte ferroviario de Cercanías, pueden modificar el nivel de endeudamiento de la autonomía y, lo peor, después de desafiar y golpear al Estado en 2017 se irán de rositas ante la justicia. Será una muestra de su renovado poder. Y, para más inri, son los mismos que se pasan por el forro lo que dicen los jueces sobre las políticas lingüísticas desde hace años y sin complejos. No ganaron las últimas elecciones, sino lo contrario. Pero el calcetín ha virado y son unos perdedores que acabaron la noche electoral como triunfadores pese al resultado más adverso conseguido por sus tesis en los últimos tiempos. Se trata de poder. Es lo que recuperarán las minoritarias élites catalanas y lo que permitirá a Sánchez recuperar el suyo de forma temporal.
Entretanto, el constitucionalismo en Cataluña queda malherido. Habiendo perdido cualquier referencia partidaria tras la implosión de Ciudadanos, sin líderes políticos apetecibles en la derecha, refugiado en parte bajo el manto de la moderación de Salvador Illa, la amnistía y el pacto de investidura que se cuecen en las últimas horas constituye un golpe definitivo a sus tragaderas.
Después de sufrir y luchar en 2017 para frenar las tentativas secesionistas, hoy el sentimiento de orfandad se extiende entre aquellos catalanes de izquierdas y de derechas que fueron acusados de fascistas, fachas, inmovilistas, conservadores y hasta retrógrados mantenedores del régimen del 78 por no sentirse concernidos ni partidarios de la separación de Cataluña de España y de la UE. Sí, lo de Cataluña es un problema interno. La reciente encuesta de Metroscopia sobre la amnistía habla por sí sola: divididos, una vez más, por mitades.
El independentismo usó como eslogan la frase Ni oblit ni perdó (ni olvido ni perdón), que además de dar título a un cortometraje sobre la violencia fascista, fue la cabecera de varias lacrimógenas manifestaciones del procés críticas con las sentencias que se dictaban. Como si de una premonición se tratara, hoy esa afirmación sirve también para muchos catalanes de buena fe que vieron como las gestas de los nacionalistas radicales afectaron a la convivencia y al progreso de su tierra. El coste de oportunidad para los catalanes ha sido ciclópeo.
Y, en consecuencia, mientras no se produzca una excusa --un compromiso de orillar las tentaciones soberanistas-- ante la inmensa mayoría de catalanes, esa ciudadanía que tiene poco o nada que ver con la minoría gobernante, proseguirá la orfandad política de una parte capital de la población. ¿Quién puede atreverse a reclamarles que olviden y perdonen, que se reencuentren? Faltaría más. Se les adeuda un respeto. Raso y claro.