No, no es mejor, aunque cueste un ojo de la cara. Si se eliminan los elementos sentimentales, aquellos que tienen que ver con la identidad o el apego al territorio (tanto cultural como paisajísticamente), vivir en Cataluña es mucho más caro que hacerlo en otros territorios de España. Una hamburguesa Big Mac vale 6,21 euros en Suiza y 4,58 en España. Si pudiéramos medir ese curioso índice económico por autonomías, en Cataluña estaría más cerca de los seis que de los cinco euros. El ciudadano está acostumbrado a sentirse atracado tanto por el sector privado como por las administraciones públicas.

El Instituto de Estudios de Económicos (IEE), vinculado a la patronal CEOE, acaba de publicar un extenso informe sobre la presión fiscal en España por municipios. Y, como no podía ser de otra manera, la mitad de las ciudades más caras del país son catalanas. Así, Girona, Lleida, Tarragona, Reus y Granollers forman parte de las 10 localidades con los mayores impuestos municipales de España. Es decir, el impuesto de bienes inmuebles (IBI) o el de vehículos, que son los básicos de la autonomía local, son mucho más elevados que en el resto y destacan sobre la media española. En los casos de Reus y Girona, los dos más caros de la Península y ambos gobernados por Junts per Catalunya, la diferencia es hasta un 40% superior en impuestos que la media española.

No son los únicos tributos en los que Cataluña lidera el sablazo. Pasa lo mismo con los impuestos de carácter autonómico o con la parte de capacidad normativa que las autonomías tienen sobre los impuestos generales españoles (el IRPF de manera principal). Todos ellos son mucho más difíciles de atender para los catalanes que para el resto de los españoles.

Ambas cosas no son menores. El ciudadano que tributa en Cataluña soporta una presión fiscal autonómica el 23,8% superior a la media de los españoles. Ese casi 25% adicional puede ser todavía superior si tiene la mala suerte de residir en uno de esos municipios cuyos ayuntamientos son especialmente caros. En síntesis, que si se le añaden unas décimas adicionales de inflación que siempre tiene Cataluña (recuerdo en otros tiempos que el entonces consejero de Economía Antoni Castells sostenía que ese era el verdadero hecho diferencial), residir en Cataluña obliga a ejecutar un esfuerzo económico individual superior a cualquier otro punto de España.

¿Cómo se compensa eso? ¿Hay elementos de calidad de vida que justifiquen ese sobreprecio permanente y elevado? Existirá el que piense que bailándose una sardana un domingo, pudiendo hablar su lengua y acercándose a algunas de las maravillas paisajísticas de la región está subsanado el coste adicional. Los más alejados de las identidades y las pulsiones emocionales hacen números y, la verdad, no acaban de salir. ¿Acaso los catalanes disfrutamos de un Estado del bienestar superior a otras zonas de España? ¿Son mejores nuestras infraestructuras y disponemos de un plus de calidad de vida que justifique ese encarecimiento?

Ambas preguntas se responden con un categórico negativo. Sirva por ejemplo seguir la serie de reportajes publicados en este mismo medio por Ignasi Jorro sobre las diferencias cualitativas entre la sanidad pública catalana y la madrileña. Pese a que el ambiente preelectoral hace que las críticas hacia la autonomía que preside Isabel Díaz Ayuso sean permanentes en temas de salud, lo cierto es que ni la presión de las urgencias, ni la retribución de los sanitarios, ni el número y calidad de hospitales de referencia en una y otra autonomía se decantan a favor de Cataluña. Al contrario.

Y por si todo eso fuera insuficiente, la natalidad catalana (7,52 por 1.000 habitantes) es inferior a la madrileña (7,62); la mortalidad también supera a la de la capital de España (9,05 frente a 7,40 por 1.000); la esperanza de vida es también favorable a Madrid (84,63 años frente a 83,34 años en Cataluña). En lo único que gana la autonomía catalana a la madrileña es en número de suicidios (en 2020 en Cataluña se registraron 556 frente a 373 en Madrid) y en la tasa bruta de divorcios (1,98 por mil frente a 1,83).

Ocurre similar al comparar el coste del transporte público y en ese ámbito siempre es triste recordar que, pese a la eliminación de algunos, Cataluña aún sigue pagando algunos peajes para que sus ciudadanos se muevan por el territorio. Podrán argumentarse múltiples razones para justificar las diferencias. Seguro que los nacionalistas dirán que la culpa es de la Administración central y la confiscación de la que le acusan. El problema sigue siendo que, pese a ese lamento tan falso como romántico, cuando sus líderes ejercen el poder son más confiscadores que la media de sus homólogos y seguramente no tan buenos gestores de los recursos públicos. Estaría bien tenerlo presente de cara al próximo 28 de mayo.

Por lo demás, siempre nos quedará el mar. A precio de lujo, eso sí.