El inicio del juicio por las 64 muertes del geriátrico de Fiella durante la pandemia vuelve a poner de actualidad una cuestión que la vorágine del día a día había tapado para la mayoría de los ciudadanos, en absoluto para quienes fueron víctimas del desastre del sistema de residencias que evidenció el Covid.
Lo que se dilucida en el juzgado de Tremp es un caso concreto, pero muy representativo de lo que ocurrió en toda España. En este tipo de centros, donde vive el 0,8% de la población, se produjeron el 33% de las muertes por el virus. La brutal desproporción señala que, al margen de ser una enfermedad nueva para la que nadie estaba preparado, el sistema español es una calamidad.
El caso de Fiella solo es excepcional por el oscurantismo de la fundación religiosa que lo gestionaba --un poder fáctico en la comarca-- y los escandalosos titubeos de la Generalitat a la hora de intervenir y tomar el mando. El desastre sanitario del centro y su incapacidad para hacer frente a una situación de grave crisis fue algo común en las casi 6.000 residencias que hay en España.
Pese a que el 75% de ellas son privadas, casi todas viven del erario y ninguna escapa a la regulación pública. Existe una coordinación central y las competencias son autonómicas, pero el problema es general. La esperanza de vida se prolonga; o más concretamente se alarga la vejez. El resultado es que los ingresados en las residencias cada vez son mayores y menos capaces de valerse por sí mismos; cada vez la proporción de dependientes es más alta y viven más, lo que obliga a repensar el modelo.
El ministerio que dirige Ione Belarra trabaja en un proyecto de refundación de las residencias tan bienintencionado como irreal. Planificar centros con una capacidad máxima de 90 internos, o 50 si son discapacitados, es magnífico. Y establecer una asignación de 0,43 empleados –por turno-- por cada residente aún más.
Pero entre esos 8,6 trabajadores por cada 20 ingresados y los 2 que tiene establecidos la Generalitat desde hace una década debe haber un punto de equilibrio. El Govern fijó esa raquítica proporción --en tiempos de Artur Mas y sus recortes-- con el afán del ahorro, dado que las residencias que no son públicas obtienen del presupuesto incluso más del 60% de sus ingresos.
Puede que sea la hora de trabajar en un modelo más realista que buenista, que tenga en cuenta las ingentes cantidades de recursos necesarios para dejar atrás los aparcaderos y construir lugares donde se pueda vivir --incluso morir-- con dignidad. Y que exija una contribución proporcionada a todo el mundo. ¿Por qué no financiar parte de los costes --1.830 euros por persona y mes de media-- no solo con la pensión, sino con el patrimonio del beneficiario? Por ejemplo.