Barcelona de ha convertido durante demasiados años en la capital del no. El acuerdo para que Cataluña y Aragón se repartan las pruebas de la candidatura Barcelona-Pirineus que aspira a acoger los Juegos Olímpicos de Invierno de 2030 y el pacto, por ahora verbal, para traer la regata Copa América al puerto de la ciudad en 2024 superan el inmovilismo de los últimos años y recuperan parte de su dinamismo histórico.
Son dos iniciativas que gustarán más o menos, pero que reivindican a Barcelona como la capital europea que nunca ha dejado de ser. El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, se ha dado la mano con Lambán y el Comité Olímpico Español (COE) al mismo tiempo que se ha metido él solo en otro jardín. A ver cómo gestiona ahora ERC la consulta ciudadana en el Pirineo catalán que aseguró que sería vinculante para sacar adelante o no el proyecto político. Deberá armar un buen relato para intentar convencer a alguien de que no han tomado la decisión política que muchos sectores pedían a los republicanos desde un buen principio.
Los más agoreros ya aseguran que el Gobierno catalán protagonizará por enésima vez una historia de complejos. Es decir, que erosionará la candidatura que Alejandro Blanco, a quien se señala como el muñidor del acuerdo, tendrá que defender ante el COI con una rectificación pública. No sería nuevo. Esta misma semana se ha visto a sus socios en el Ejecutivo catalán hacer lo propio ante la reforma lingüística pactada entre PSC, ERC, JxCat y comunes para conseguir la paz en las aulas catalanas.
El texto es claro. Afirma una cosa tan lógica como que los docentes tienen libertad para hablar en catalán o castellano según la realidad sociolingüstica no ya de cada centro, sino de cada clase. El objetivo es que los niños que terminen la educación obligatoria en Cataluña tengan un pleno dominio oral y escrito tanto del catalán, la lengua vehicular, como del castellano. Esta fórmula le costó en parte el cargo a Josep Bargalló, el anterior consejero de Educación. Fue tildado de demasiado poco independentista por ese grupo de activistas tuiteros que criticaron lo que entonces se llamó flexibilización de la inmersión y que ahora incluso se ha vendido como una gran jugada maestra para driblar la resolución del TSJC que fija en el 25% el porcentaje de castellano en las aulas.
Las redes sociales han acomplejado a la clase política del país, que confunde en demasiadas ocasiones Twitter con la realidad. Pedro Sánchez paralizó el Consejo Europeo de este viernes --del que sale con otra victoria en un momento de debilidad-- por un tuit de un periodista francés que le acusaba de dinamitar las conclusiones de la reunión; las 155 monedas de plata que escribió Gabriel Rufián en 2017 aún resuenan en el Palau de la Generalitat y JxCat no resistió ni 24 horas cómo encajaron sus seguidores el pacto lingüístico. Eso, y el toque de atención que les dio un Carles Puigdemont que asegura que se apartará del partido, pero que no acaba de dar el paso.
Y eso que la gran impulsora de un acuerdo que rompe los bloques del Parlament, algo necesario si cualquier norma educativa aspira a permanecer, fue Irene Rigau, la exconsejera de Educación que es una convergente pata negra. Y, algo aún más sangrante, que eran conscientes del acuerdo tanto el líder del partido en la Cámara catalana, Albert Batet, como la presidenta del Parlament, Laura Borràs, considerada del sector duro. Pero ha podido el pánico escénico a ser criticado y tildado de botifler, esa etiqueta que los miembros de la formación reparten sin miramientos.
Esta actitud ha sido, precisamente, la que ha propiciado que tanto Barcelona como Cataluña perdiesen el tren de tantísimas oportunidades los últimos años. La debilidad política que emana de los titubeos que propician estas actuaciones es sangrante. Por eso se debe celebrar el chute de optimismo que supone que la capital catalana sea sede de la Copa América y que puje por otras olimpiadas. Nunca llueve a gusto de todos, por lo que es lícito apoyar o criticar ambas iniciativas. ¡Pero que llueva!