Esta semana leía cómo las cifras del Instituto Nacional de Estadística venían a confirmar que Barcelona ha dejado de ser la ciudad más atractiva para aquellos españoles que se mudan a otras localidades para desarrollar su carrera profesional. Definitivamente, Madrid ha tomado el relevo de Barcelona.
Se argumentará que lo mismo sucede en todas partes, pues el efecto capitalidad es de una dimensión extraordinaria, como bien lo refleja el fenómeno de la España vaciada. Una dinámica favorecida por una concentración artificial de poder político y económico y por unas ventajas fiscales también forzadas. Pero, aun siendo cierto, no justifica por si sólo la pérdida de fuelle de Barcelona.
A diferencia de lo que acontece en otras partes, Barcelona tenía, y sigue teniendo, el suficiente atractivo no sólo para resistir el tirón de Madrid sino, incluso, para reforzar su liderazgo tradicional. Además, la fiscalidad es un argumento que pueden considerar personas de elevados ingresos, pero no la gran mayoría de inmigrantes nacionales.
La gran pérdida de atractivo reside, principalmente, en la deriva política de Cataluña en los últimos tiempos. Para muestra evidente, la salida de miles de sedes empresariales. Si se van las empresas, ¿cómo van a venir las personas? Pero no sólo se ha perdido dinamismo y poder económico, sino que el discurso dominante entre políticos e intelectuales independentistas, de rechazo a todo lo que suene a hispánico, ha roto con nuestra tradicional imagen de cordialidad.
Desde los inicios del procés, he mostrado mi preocupación por las graves consecuencias de dejar de mirar a España. Es tan sólo cuestión de observar lo que han representado los muchos empresarios, académicos, profesionales o trabajadores que libremente optaron por venir a Cataluña. Porqué quienes abandonan su localidad acostumbran a ser las personas más capaces y dinámicas. Por si fuera poco, ahora no sólo no vienen, resulta que algunos de nuestros mejores se van.
En años recientes, cuando alguien expresaba su preocupación por esta dinámica, se le respondía, con aires arrogantes, que no pasaba nada. Que, si no venían aragoneses, vendrían holandeses y aún saldríamos ganando. Y se quedaban tan contentos. Una más de tantas afirmaciones que, sin solvencia alguna, han chocado con la realidad. Ahora, pese a que no acertaron ni una, siguen con los mismos disparates. Y tan contentos.