Los 21 años de mandato de Josep Maria Soler al frente de la abadía de Montserrat se podrían resumir en dos imágenes. Una, la fotografía en la que Carles Puigdemont preparaba los siguientes movimientos del independentismo y daba instrucciones a Quim Torra y a Elsa Artadi desde Berlín con una imagen de la moreneta de fondo. El propio fugado volvería a aparecer con la misma imaginería a sus espaldas en otras tomas periodísticas, como aquella que daba cuenta de un encuentro con el vicepresidente de Òmnium Cultural también desde el exilio.
Una estampa ñoña y vetusta en contradicción absoluta con el espíritu republicano moderno que dice defender el independentismo. Una incoherencia que evidencia de nuevo su oportunismo, que en este caso concreto trata de aprovechar en beneficio propio la crisis de la monarquía española.
La devoción --y vinculación-- del nacionalismo catalán por la abadía de Montserrat ya era conocida. De hecho, Jordi Pujol usó sus instalaciones para fundar la ya fenecida Convergència Democrática de Catalunya (CDC) en 1974. Pero la convocatoria de la consulta soberanista de 2014 puso al santuario nuevamente en primera línea, como en los tiempos del abad Aureli Maria Escarré y sus declaraciones a Le Monde. Soler animó a la participación de los catalanes en aquella parodia de votación del 14N que ideó la gente de Artur Mas. El Vaticano le dio un tirón de orejas para que fuera más discreto con sus opiniones políticas.
Más adelante, Soler visitó a algunos de los activistas del 1-O en prisión, antes de que el Tribunal Supremo les condenara en firme. Su posicionamiento era de apoyo humanitario a los encarcelados y de apelación a las libertades políticas; las de los independentistas, lógicamente.
La montaña sagrada de Cataluña ha empujado históricamente a sus moradores a la política. En 1939, y sin ninguna necesidad, nombraron al general Francisco Franco hermano de la Confraria de la Cambra Angelical de la Gloriosa Verge Maria de Montserrat en honor a unos méritos cristianos que los historiadores aún no han podido descubrir. El dictador sintonizaba con los benedictinos; de hecho, los visitó oficialmente en tres ocasiones: 1942, 1957 y 1966. En todas ellas paseó bajo palio.
Parece que esa inclinación frailuna por el poder, más que por la política, era el origen de la desconfianza que el sacrosanto lugar despertaba en Josep Tarradellas, un viejo zorro de olfato privilegiado para las deslealtades.
La segunda imagen que ilustrará el balance del mandato del prior que ahora se jubila es la de los abusos sexuales a menores. Soler sucedió a dos abades –Cassià Just y Sebastià Bardolet-- que se vieron obligados a dejar el cargo antes de hora por indicación de las autoridades eclesiásticas, que habrían descubierto rastros de un lobi rosa incrustado en el interior del monasterio que habría tapado (permitido) la práctica de la homosexualidad, también con los pequeños de la escolanía.
El encargo era acabar con ese estado de cosas –“montajes”, dijo Soler en una entrevista para negarlo todo--, pero en 21 años no solo escondió la información de esos casos que ya conocía cuando ascendió al rectorado, sino que repudió las denuncias tras apartar a los presuntos depredadores de niños. Más de 15 años investigando y desmintiendo hasta que las acusaciones se hicieron públicas.
Estos escándalos y su encubrimiento no hacen mella en el nacionalcatolicismo. Ahí están los números. De los tres millones, que se sepa, que la Generalitat destinó en forma de subvenciones a la iglesia católica en Cataluña en 2018, dos –el 66%-- le tocaron a Monserrat. La Sindicatura de Cuentas ha llamado la atención al Govern por fraccionar contrataciones con la abadía que escapan al control democrático del gasto público, convirtiendo tales acuerdos en nuevas subvenciones, aunque encubiertas. Lo que podríamos llamar sin temor a equivocarnos pago por los servicios prestados.