Empieza la cuenta atrás para el fin del estado de alarma y casi todo lo relacionado con la pandemia sigue como en los meses anteriores: manga por hombro. Incluidas las medidas que regirán a partir del domingo, cuando decaiga este régimen excepcional medio año después de su aprobación. La sensación es que se actúa sobre la marcha, con improvisación y, por lo general, se adoptan malas decisiones. O, tal vez, es que nuestros dirigentes lo que pretenden es que creamos que estamos sumidos en el caos.
En el caso de Cataluña, más vale reír que llorar. El Gobierno en funciones lleva días haciendo malabares lingüísticos para esconder que, sin estado de alarma, carece de competencias para prolongar el toque de queda y la limitación de movimiento dentro del territorio nacional --España, que hay que aclararlo con estos dirigentes--. Eso sí, mantiene el límite de seis personas por reunión, si la justicia lo avala. No hay que olvidar que los partidos catalanes llevan desde el 14 de febrero sin ponerse de acuerdo para formar Govern. ¿Esperamos que gestionen la pandemia como deben?
Hablando de estado de alarma, ¿por qué decae ahora, a pesar de la cantidad de hospitalizados que hay todavía? ¿Y a quién se le ocurre que finalice en domingo? Esto nos lleva a situaciones tan surrealistas como que el toque de queda del sábado (día 8) será de 22.00 a 00.00; a partir de las 00.01 del 9 de mayo ya estará permitida cualquier actividad en la calle, y el libre movimiento entre casas. El ocio nocturno sigue cerrado. ¿Quién controlará que se cumplan las medidas de prevención en los encuentros bajo techo? Nadie. Y con estos dislates llevamos desde el día 1 de la pandemia.
Otro sinsentido es el revuelo que se ha generado con la comida de la plantilla del Barça en casa de Messi. Es decir, se permite que los jugadores se entrenen juntos, disputen partidos, se abracen en las celebraciones de los goles y se marquen en los córners, pero no pueden reunirse para comer. Hay que darles un toque de atención, sí, pero ¿verdad que hay algo que no encaja? Como tampoco cuadran la laxitud de medidas de control en los aeropuertos; la libertad que se dio en Navidad y en Semana Santa; las afirmaciones de los responsables sanitarios sobre que en España habría uno o dos casos como mucho; la presencia de Pablo Iglesias en el Consejo de Ministros del 14 de marzo del 2020 a pesar de que estaba en cuarentena; el lío de mascarillas sí/no; o todo lo que se dice (y esconde) sobre las posibles secuelas de las vacunas, entre otros.
Sea como sea, a partir del domingo se permitirá casi todo en Cataluña, dado que el horario de la restauración se alarga entonces hasta las once de la noche (aunque hay más hospitalizados que los que había en octubre, cuando se cerró el sector, y en noviembre, cuando se reabrió). Y sí, cada vez hay más vacunados, pero no, no parece que estemos en los niveles óptimos para volver a la normalidad.
Dicho esto, el Covid-19 se ha cobrado más de tres millones de vidas en algo más de un año. Solo por cáncer, murieron en 2020 unos 10 millones de ciudadanos, mientras se calcula que la insalubridad del medio ambiente mata a más de 12 millones de personas anuales. El coronavirus no es ninguna broma, pero ¿es motivo como para paralizar un planeta entero? Nunca lo sabremos.
Con la excusa del coronavirus, posiblemente, algunos han aprovechado para realizar el mayor experimento social de la historia, ayudados también por la velocidad de difusión de la información. Nos han metido el miedo en el cuerpo y el resultado no podía ser otro: estamos dormidos. Cada día más. Han logrado que ya nos cueste hasta indignarnos.