La retórica reaparece de nuevo. Con lemas que pretenden recuperar el entusiasmo por una idea, para cerrar filas y justificar la lucha por el poder que, en realidad, ha sido y es lo único que ha movido a una serie de partidos políticos que se aferran al Govern de la Generalitat. Ahora es el “52%” de los votos alcanzados en las últimas elecciones --que parece un anuncio de rebajas en grandes almacenes--, sin decir en voz alta que únicamente el 27% del censo de los votantes en Cataluña opta por fuerzas políticas independentistas. Antes fue “la determinación de los catalanes”, la reacción ante la “represión” del Estado. Es lo mismo. Lo que existe en Cataluña es una enorme y costosa lucha por el poder, protagonizada por ERC y por un conjunto de dirigentes que, desde la órbita de la exConvergència, han logrado el apoyo de una parte importante de esa sociedad catalana. Se trata de Junts per Catalunya, que intenta subir el listón --como ya lo hizo CiU contra ERC durante el proceso de redacción del Estatut de 2006-- con frases lapidarias, posibles vías unilaterales, críticas contundentes contra el Estado y enmiendas a la totalidad sobre su propio pasado (no asistir a la conmemoración del 40 aniversario del 23F en el Congreso).

La cuestión que atañe a JxCat merece un profundo análisis, que el tiempo ya irá desgranando. Ha llamado la atención a muchos analistas que el partido de Carles Puigdemont obtenga excelentes resultados en zonas urbanas y en la Cataluña central con rentas altas. ¿Cómo puede ser? ¿Esas clases media-altas o, directamente, esas clases dirigentes en sus respectivas circunscripciones quieren superar en intensidad independentista a ERC o a la propia CUP? ¿Tanto se ha transformado Cataluña? ¿Se han vuelto locos?

Es necesario tomar distancia e incidir en la gran característica de la política catalana y de sus capas medias: la distancia sideral entre la retórica utilizada y la voluntad real de llevar a cabo esos proyectos grandilocuentes. Esa cuestión, sin embargo, no ha tenido un efecto neutro. Ha provocado importantes consecuencias: en el conjunto de la sociedad catalana, con los acontecimientos de otoño de 2017, pero también entre los propios convencidos, los que, de verdad, creen que Cataluña puede alcanzar en breve su independencia y ser un Estado en el concierto internacional. Esos viven desorientados, y muchos decidieron abstenerse en las elecciones del 14F, unos comicios en los que el independentismo se dejó unos 700.000 votos.

La cuestión es que la gran distorsión la marca Junts per Catalunya. No es ya Convergència Democràtica de Catalunya, pero tampoco ha dejado de serlo. Esa es la gran paradoja. En primera línea se sitúan unos dirigentes que se les ha llamado como pre-políticos, con poca experiencia y que, o provienen del activismo, o son exconvergentes oportunistas. Hablan de vías unilaterales y “represión” del Estado, pero ni Laura Borràs ni Ramon Tremosa ni el mismo Joan Canadell, pese a sus excesos, van a protagonizar ninguna revolución. Los tres saben que en un territorio que dispone de 30.000 euros per cápita muy pocos están dispuestos a grandes sacrificios.

Detrás de esos dirigentes, además, figuran cuadros convergentes, y muchos, cientos de miles de votantes, que no pueden hacer otra cosa que votar a los suyos. En muchos comentarios de ‘café’, que en ocasiones son los más certeros, se escucha la expresión “estos no son de los nuestros”. El votante convergente clásico, la familia de clase media del barrio de Sagrada Familia de Barcelona, pongamos por caso, votará a los suyos, aunque los ropajes sean distintos. Les gusta esa retórica, que ya saben que es vacía, que solo busca insuflar ánimos. Y desean, claro, que los suyos estén en el poder, que manden, que tengan influencia, que otorguen subvenciones, que favorezcan determinadas inversiones, que impidan otras, que marquen líneas claras de actuación en sus municipios y comarcas. Ya está.

Por todo ello, las proclamas de la ANC, que buscará este domingo cómo presionar más a ERC, para que nadie tenga tentaciones y fructifique el Govern independentista con JxCat, no van más allá ni expresan otra línea de actuación que la que evidencia esa lucha por el poder, al margen de lo que pueda tener en la cabeza una señora como Elisenda Paluzie --apartada, precisamente, de ERC en su día--.

Habrá algún susto, alguna tentativa, pero en Cataluña el proceso independentista ha llegado a su fin. Aparece, descarnada, esa lucha por el poder. Ver esa realidad, e incluso apreciar que muchos de estos dirigentes, cuadros y diputados querrán llegar a acuerdos, gestionar y mejorar la situación económica y social cuando arrecie la tormenta tras los efectos de la pandemia, ayudará a normalizar la convivencia y mirar hacia adelante, con todas las prevenciones que se quieran.

Ahora, es cierto que esa retórica ya debería quedar guardada en un cajón, porque provoca irritación. Habrá que templar los nervios y esperar que el tiempo lo ponga todo en su sitio.