El soberanismo refuta por incomparecencia la fiesta democrática del Congreso, que conmemoró ayer la derrota del golpe del 23F, en presencia de Felipe VI. Después, como cada noche, más allá de la escollera del Puerto, se encienden las luces de la almadraba y se apagan los farolillos. Las barcazas del atún se hacen a la mar y, a lo lejos, la línea de la costa se confunde con una nube roja, sobre un fondo oscuro. Suenan las campanillas de los bueyes marinos, sobre el silencio de la ciudad fortificada por las tanquetas de los Mossos. Se disparan las sirenas y se oye como cruje el cristal de una superficie oronda llena de líquido inflamable. Huele a queroseno sobre el adoquín incandescente. Nadie reconoce a su hermano de barricada; los contenedores se vacían dejando un rastro de fermento en descomposición sobre las aceras.
ERC, Bildu, Junts, PDECat, el Bloque Nacionalista Galego (BNG) y la CUP justifican su plante al Congreso porque su objetivo es acabar con "el régimen del 78". El resentimiento les puede. La no asistencia al Congreso por parte del PDECat, hijo de la Convergència de Pujol, resulta especialmente vergonzosa, aunque la formación esté en trance de extinción. El úlltimo golpe al tardofranquismo no les interesa; la retirada del estamento militar que gobernó España con mano de hierro les parece poco.
Mientras las fuerzas políticas litigan sin horizonte, en la calle no hay doctrina ni discurso; es la hora de la acción a secas, un campo de sordidez y peligro; la lujuria rompelotodo. Suenan las campanas de la Catedral del Mar, pero apenas se oyen los tañidos de nuestra Madre gótica ni la plegaria de la Cataluña cristiana de Gaudí, con sus altivas torres imposibles. La rebelión marginal de cada noche rinde en 1.000 pedazos las cristaleras que iluminan el corazón del modernismo arquitectónico. Después de cada batalla, en los pasajes del centro solo se divisan camadas gatunas surcando la noche; muchos se preguntan si, después de este gran alarido de dolor colectivo provocado por la pandemia, nos merecíamos una ciudad ocupada por la ira. En los cruces de calles se arremolinan los aerosoles Covid, exhalados por los gimnastas del terror. De las guías desaparece lentamente el nombre de nuestra ciudad y sobre la cartografía se desdibuja el mapa de Barcelona. Al parecer, ya no volveremos a la edad dorada de la playa bañada por la luz, que entra por las rendijas de nuestras ventanas. No habrá Pascua para los insurgentes y, al paso que vamos, no podremos ver el blanco de los lirios claustrales ni el sicomoro del Corpus.
Cuando la España democrática recuerda el golpe de Tejero, Armada y Milans del Bosch, hace de la memoria la mejor medicina frente la indiferencia. Los niños que rompen vitrales desconocen cómo, en aquellos años, se incubaron la placenta militar del golpe y su trama civil; el desenlace de aquel 23F supuso el principio del fin del autoritarismo enclavado en las fuerzas armadas, monopolio de la violencia. Durante la Transición se vieron muchas cosas que no han entendido los que hablan del "régimen del 78", como si aquel cambio fundamental en la historia de España fuera el origen de todos los males.
En realidad, la Constitución del 78 es el altar mayor de nuestra democracia parlamentaria; habrá que retocarla, pero nunca suspenderla. Carlistas ha habido siempre y se da el caso de que los tercios de boina orlada, que señorearon valles profundos en Euskadi, Navarra y parte de Cataluña, ahora se llaman soberanistas. Estos últimos justifican el auto de fe nocturno y diario contra la placidez, la belleza y el mobiliario urbano. Practican el silencio cómplice frente a quienes queman papeleras y pronto quemarán libros, como ocurrió el 10 de mayo de 1933 en la Opernplatz de Berlín.
No podemos dejar que el símbolo nos engulla, que su narrativa se convierta en verdad, porque abandonaríamos la polis a la suerte de los que no la aman. “Pasear es un júbilo parecido al de componer versos”, escribió Goethe. No olvidemos que la ocupación pacífica de las calles lanzada por la República de Weimar pudo salvar a la Deutsches Reich --a pesar de su sonoro nombre-- y evitar la victoria del demonio. El flaneo de los vecinos es casi la última barricada civilizatoria que queda frente a la intransigencia de quienes lanzan lenguas de fuego contra un enemigo que no existe o que vive dentro de ellos.
El odio crece como la mala hierba dentro de uno sin que este se dé cuenta. Los discursos soberanistas no contienen la indispensable distancia; anuncian el fin de la intimidad, una forma de totalitarismo; son peligrosos, abundan el patetismo de la force de frappe izquierdista-nacionalista, una mezcla explosiva.