La comparecencia del presidente de la Generalitat el lunes pasado, anunciada el domingo a última hora con urgencia, fue la demostración palmaria de hasta dónde ha llegado la incompetencia de Quim Torra en el desempeño del cargo que ocupa desde hace dos años y medio. Es incapaz de gestionar lo que tiene entre manos y cada vez que interviene se pone en evidencia y se desautoriza a sí mismo.
Pasadas 48 horas de su intervención, cabe concluir que solo tenía por objeto ningunear a su consejera de Salud, Alba Vergés, a la que señaló sin citarla como responsable del desbarajuste en la lucha contra la pandemia, mientras presentaba al doctor Josep Maria Argimon --¡qué papel tan ingrato le ha tocado hacer al hombre!-- como su mano derecha en este asunto. Y de paso daba a entender que él mismo se ponía al timón.
Pero el hecho de que Torra no se atreva a destituir a Vergés, sino apenas maltratarla pública y astutamente, demuestra que no puede, que no tiene poder para cesarla; y que las relaciones entre los consellers y el president son en realidad un reflejo de las tensiones entre JxCat, el partido de Torra, y ERC, el de Vergés. O sea, que es incapaz de mandar en el Consell Executiu que representa que preside. Es obvio que Vergés debería estar fuera del Govern, pero es difícil decir qué es más grave, que siga en la Consejería de Salud o que no pueda ser relevada por quien se supone que manda.
Meritxell Budó, la portavoz del Govern y militante de JxCat, insistió ayer en ese desdén hacia Vergés repitiendo una y otra vez que por la tarde comparecería con Argimon en rueda de prensa: solo le faltó decir en "términos de igualdad con el doctor". Quizá por eso Alba Vergés hizo subir a la palestra a Jacobo Mendioroz, el coordinador de la unidad de seguimiento del Covid-19, cuya presencia en el acto no estaba prevista. Dio la rueda de prensa con sus dos subalternos. ¡Qué espectáculo! ¡En estas luchas de patio de colegio invierten su tiempo y sus energías!
Pero el lunes Torra no tuvo bastante con hacer campaña contra Esquerra zarandeado a Vergés. Metió la pata hasta el corvejón cuando lanzó dos mensajes tan contrarios como ridículamente incompatibles en la materia que pretende liderar. “Tenemos diez días para evitar retroceder” a fases anteriores en cuanto a las restricciones de libertades, le dijo a los catalanes. “Cataluña es un territorio seguro como destino vacacional”, proclamó a los extranjeros --en inglés, para despistar a los nativos--.
Tampoco dejó pasar la ocasión de hacer la demostración más tonta de sectarismo que se haya podido oír jamás de un cargo oficial. La respuesta a las quejas del arzobispo de Barcelona por las limitaciones de aforo en las celebraciones litúrgicas consiste, según el president, en recordar que Juan José Omella no se ha solidarizado con los políticos condenados por el Tribunal Supremo, mártires elevados al altar del fanatismo nacionalista.
La comparecencia del señor Torra tuvo, sin embargo, un aspecto positivo porque la degradación de una institución como la Generalitat a manos de quienes la ocupan está rompiendo, por fin, el acojonamiento que Jordi Pujol supo infundir a los periodistas catalanes. La rueda de prensa de la portavoz del Govern de ayer, tras la reunión del Consell Executiu, se parecía a las que se celebran en la Moncloa después del Consejo de Ministros: los redactores hacían preguntas críticas y agresivas a Budó, trataban de subrayar sus contradicciones y no se conformaban con el tradicional avui no toca.
Sería injusto no reconocer al señor Torra el mérito de enseñarnos día a día cómo ser buenos catalanes, según su particular punto de vista. Y el lunes lo hizo explicándonos que debemos usar el término botellada cuando queremos referirnos al botellón. Pero debería reprender a Vergés, que a diferencia de la disciplinada portavoz, sigue empleando la palabra botellón cuando quiere decir botellón.