Sostiene Laura Borràs que ha venido a salvar el país. No dice exactamente de qué y se intuye que no se refiere a la fractura social que, por culpa de los suyos, vive hoy Cataluña. Borràs, ungida por Carles Puigdemont en nueva lideresa de los neoconvergentes, dice estar llamada a alcanzar nuevas cotas en ese procesismo basado en el “cuanto peor, mejor”. No aclara cómo logrará arrancar a Cataluña de las fauces del maligno Estado español, pues su partido carece de hoja de ruta y, sobre todo, de aliados. Consecuencia precisamente de esa ausencia de programa.
Convencidos de que contra el 155 se vivía mejor, a los compañeros de filas de Borràs solo les queda encomendarse a un tripartito de derechas tras el 10N para mantener la confrontación. ¿Dialogar? ¿Negociar? Para nada. Junts se nutre de la radicalidad para subsistir, de ahí que esté dinamitando todos los puentes posibles con otras formaciones para salir del bloqueo institucional y social que sufre esta comunidad.
Las encuestas de intención de voto auguran un desplome brutal de Junts, pues ni la sentencia del 1-O ni la reactivación de la euroorden sobre Carles Puigdemont han logrado reflotar una formación que, a fuerza de catarsis, refundaciones y cambios de siglas, se ha quedado sin ideología. Incapaz de salvarse a sí mismo ¿cómo piensa el partido de Borràs rescatar a Cataluña? Parole, parole, parole.
A la candidata del 10N le sobra ética y le falta pragmatismo. Junts baila al son del mambo de la CUP e incluso han coqueteado con la acción antisistema. Pero el resultado ha sido nefasto. Mujer de letras, Laura Borràs ha alimentado junto a los suyos la cultura del escupitajo y la agresión al disidente, lo que incluye a sus socios de ERC, pero ya a cara descubierta.
Lo vimos el lunes durante el acto del Rey en Barcelona, donde personas de toda edad y condición, asiduas de las manifestaciones de la Diada y las protestas pacíficas, mutaron en masa incontrolada. Ya no eran una minoría radical. No eran adolescentes anarquistas venidos de fuera. Ni mucho menos infiltrados. Era el jubilado militante el que daba puñetazos. Era el antiguo votante de Convergència el que acosaba. Ese día, la turba vomitó su odio hacia el discrepante. Y lo hizo a pelo, sin esconderse de las cámaras. Envalentonados, no solo por el “apretad” del presidente Quim Torra, sino por una Assemblea Nacional Catalana (ANC), ahora investigada por la Fiscalía, que jalea los disturbios porque “hacen visible el conflicto” en la prensa internacional. Especialmente significativo es que las asambleas territoriales de la ANC pidan el voto solo para Junts y la CUP.
En la guerra, como en el independentismo unilateral, todo vale contra el enemigo, que en este caso es una amplia mayoría de catalanes y sus referentes políticos. Discrepar del ideario gubernamental tiene sus riesgos, como hemos visto en esos panfletos que señalan como “terroristas de la información” a seis periodistas, entre ellos una compañera de Crónica Global, por no someterse a las consignas secesionistas.
Los autores de esos pasquines utilizan una terminología --“al servicio del Ibex”, “que se queden en Madrid”…-- compartida con quienes son dados a liarse a martillazos con las redacciones que rechazan el pensamiento único, como es el caso de Arran, de quien este medio recibió una visita embozada y nocturna en enero de 2018. Nos llamaron fascistas, estos cachorros de la CUP, la única formación con la que el partido de Laura Borràs quiere estrechar lazos.
Pero mi expresión favorita de esos carteles amenazadores es “sicarios del poder”. Lo es por la ingenuidad, el cinismo o por el doble rasero que destila. Ser esbirro del independentismo gubernamental es legítimo. No lo es ir a la contra, es decir, hacer oposición al régimen establecido en Cataluña. Los secuaces juveniles del separatismo oficial están llamados a “salvar el país”, como diría la cabeza de lista neoconvergente. La resistencia constitucionalista, en cambio, es fascista.