El mismo independentismo que bramó contra la intervención de las instituciones catalanas durante la aplicación del 155 pasa olímpicamente de ellas. El procés ha demostrado que ni las leyes, ni el Estatut, ni el Parlament  y mucho menos la Constitución española, vinculan a Carles Puigdemont. Ni siquiera el Parlamento europeo merece el respeto del fugado, quien tras ser vetado como eurodiputado --ha sido advertido en varias ocasiones de que tomar posesión de ese cargo depende de las normas del Estado al que se representa--, ahora dice que “así no nos interesa Europa”. Puigdemont pretende que las normas se ajusten a su proyecto rupturista y no al revés. Lo ha dejado muy claro. Y así le va.

Pero es que, además, el Govern que nos ha tocado soportar en esta recta final del procés incumple sus propias resoluciones. Me refiero a las indicaciones que, vía moción o propuesta de resolución, votan los socios del Govern en la Cámara catalana y que son ignoradas bajo el mantra de que el Estado asfixia financieramente a Cataluña. Pero también a los informes que, en materia social, redacta la propia Generalitat. El más reciente, elaborado por el Institut d’Estadística de Catalunya, indica que la tasa de riesgo de pobreza en esta Comunidad alcanzó el 21,3% en 2018. Es un dato con el que TV3 no abrirá sus informativos. Como tampoco destacará el informe de Cáritas presentado ayer, según el cual, uno de cada cinco habitantes (el 20%) es víctima de exclusión social.

Lo dijo el ínclito Eduard Pujol, diputado del Parlament y miembro de ese núcleo duro de Quim Torra que viaja casi cada semana a Bruselas para rendir cuentas con Puigdemont: “La listas de espera en la Sanidad distraen" de lo importante. Esto es, la necesidad de hablar en catalán a las tostadoras --inquietante documental los “peligros” del uso social del castellano-- o de seguir hablando de una república virtual.

La culpa de esos retrocesos sociales --caos en la gestión de la Renta Garantizada de Ciudadanía, descontrol en la atención a los menores extranjeros no acompañados (MENA), crisis en los ambulatorios...-- es, ya lo habrán adivinado, de Madrid. De ese déficit fiscal revisable, sí --incluso el PP avalaba un principio de ordinalidad en esa financiación autonómica que Torra se niega a negociar--, pero que al igual que la estelada, permite tapar las vergüenzas de un Govern que miente más que habla. Especialmente a los suyos, a quienes todavía intenta convencer de que la independencia “va a llegar”. Como el milenarismo de Fernando Arrabal.

La estrategia, no por conocida es menos perversa. Uno de los principales problemas de esos catalanes en riesgo de exclusión es la vivienda, según el citado informe del Institut d’Estadística. Es precisamente en ese ámbito donde el Ejecutivo catalán ha hecho una triple pirueta con su propuesta de regulación de los precios de los alquileres: anuncio de decreto sobre un tema sensible, en plena campaña electoral y a sabiendas de que invade competencias estatales. Falsa apariencia de compromiso social y nuevo conflicto con el “Estado opresor”. ¿Qué puede fallar? Pues que este tipo de astucias ya no cuelan, y quienes un día fueron socios (CUP) o aspirantes a cómplices (comunes) prefieren ahora afilar su perfil social y acusar al Gobierno de Torra de practicar un “capitalismo de amiguetes”.

La frase ha hecho fortuna en medios parlamentarios en referencia al proyecto Barcelona World, pero es perfectamente aplicable al talante de algunos dirigentes neoconvergentes como el propio Eduard Pujol, Elsa Artadi, Jordi Puigneró o Damià Calvet, crecidos a la sombra del conservadurismo pujolista y que ahora aseguran haber descubierto su vena revolucionaria. Anarquista, en el caso de Puigdemont. La derecha catalana vive hace tiempo en un quiero y no puedo. Antisistema de día, burguesa de noche. Manifestación en día laborable --Estrasburgo, Bruselas, donde haga falta--, y relax en la Cerdanya el fin de semana.

El viernes, para irse con la conciencia tranquila, se inaugura la ampliación de un andén junto a Quim Torra y todos tan contentos. Ocurrió el pasado 21 de junio. A Calvet, consejero catalán de Territorio procedente del sector inmobiliario y que hace tres meses tuvo que envainarse un decreto de vivienda ante el previsible revés parlamentario, se le vio feliz.