Arrancamos julio con temperaturas y fenómenos más propios del ferragosto. El incendio que quema zonas de Tarragona, con toda la devastación medioambiental que supone, no es más que una desafortunada y terrible metáfora de lo que sucede en la política catalana. No sólo por las idas, venidas y estupideces varias que han rodeado a los políticos con este asunto, sino por el paralelismo que deberíamos ver: tanto el independentismo como el constitucionalismo llegan al verano de 2019 rodeados de llamas.

La gran esperanza blanca de la regeneración democrática, la barrera racional ante el nacionalismo, el espacio de centro que se había diluido con la UCD y que todos pensamos que llegaba de la mano del proyecto de Ciudadanos ha ardido en Cataluña hasta límites insospechables hace apenas un año y medio. Prendió la llama el giro ideológico que renegaba de la socialdemocracia europea para acunarse en el regazo de un liberalismo que podía admitirse si su aplicación programática práctica hubiera seguido vías coherentes.

Albert Rivera y su equipo de confianza, la mayoría de ellos políticos noveles crecidos en la Cataluña convulsa del procés, emigraron a Madrid para dedicarse a expandir su credo por toda España con la intención de formar ese espacio nacional y de centro que todos intuían como el abrevadero de la nueva política moderada. Algunas encuestas de opinión electoral situaban a Ciudadanos en la cúspide durante un largo periodo. Sobre todo, tras el éxito electoral que supusieron los 1,1 millones de votos que los catalanes les otorgaron en diciembre de 2017. El partido que lideraba Inés Arrimadas fue visto como la opción más posibilista para plantar cara a un independentismo desbocado, cada vez más radical, supremacista y alejado de la realidad social que le envolvía. Fue un espejismo que duró bien poco.

De aquel triunfo en unas elecciones, las únicas que realmente han ganado en su historia, parecen derivarse todos los fracasos recolectados después. Véase que el éxodo, la diáspora de líderes y las posiciones postelectorales en materia de pactos han acabado causando una enorme pira política en la que ya se han chamuscado unos cuantos dirigentes. Ojalá se detenga en esta fase, lo contrario conduce a un insospechado camino que conduciría la formación a poco más que cenizas a esparcir después de la quema.

La salida de Toni Roldán y Javier Nart, por ser las más recientes, no son más que el último episodio de otros movimientos que dejaron fuera a diputados como Sergio Sanz, que ladearon a un animal político como Jordi Cañas, pero que además apartaron a la formación política de Sociedad Civil Catalana, una entidad civil que quizá ahora apenas tenga sentido, pero que fue capaz de aglutinar de manera transversal a todos aquellos que estaban hasta la coronilla del secesionismo más montaraz. Rivera, que ha decidido jugar la Champions League de la política, parece que ha descuidado una de las máximas que le llevó a la villa y corte como un futurible líder nacional: si no participas en la liga regional y lo fías todo a una estrategia mediática intensa puedes perder los puntos necesarios en la tabla que den opciones de jugar entre los grandes.

El fuego que arrasa a Ciudadanos parece originado por unos pirómanos similares a los que queman los rastrojos del independentismo. Esos incendios eran una de las habituales tareas agrarias que dejaban los campos mejor preparados tras las cosechas para la siguiente campaña. A los independentistas les ha sucedido como a muchos agricultores modernos, que tienen prohibidísima esa ancestral práctica por los riesgos que supone para el medio ambiente y por las catástrofes naturales que de ella se han derivado.

Un buen cuerpo de bomberos y una buena dotación de emergencias del ejército es lo que parece necesario para sofocar las llamas que calientan a los partidos del soberanismo. ERC no quiere tratos con JxCAT; el antiguo PDeCAT (ex CDC) tampoco los quiere con el líder huido a Waterloo; algunos de los huidos llaman la atención de la Assemblea Nacional Catalana (ANC) y su permanente venta de humo y camisetas; los que están en el Gobierno de la Generalitat con responsabilidades no entienden cómo Òmnium y la ANC se consideran los verdaderos rectores de la política catalana; los presos no quieren saber nada de los fugados y viceversa; y así un largo, matizado y complejo cúmulo de enfrentamientos que mantienen a la autonomía en un letargo latoso e insoportable mucho tiempo más.

No le va mejor al PP de Alejandro Fernández, aunque la madera política que puede arder es cada vez menor. El PSC se ha dotado de los extintores que da el poder municipal e Iceta ha decidido aguantarse con Núria Parlón y otros capitanes municipales mientras le funciona el apagallamas de la mejora electoral acumulada a partir del 21D y la recuperación del espacio de centralidad prestado a Ciudadanos.

El problema que afronta Cataluña en el corto plazo no son nuevos focos de incendios. Lo verdaderamente peligroso es que cuando nos demos cuenta se habrán arrasado todas las complicidades, consensos y tramas de afectos de la sociedad civil hasta el punto que sea necesario reforestar del todo y esperar, con mucha paciencia, que la vegetación social agarre en un terreno infértil y genere nuevos hábitats de convivencia destruidos durante este periodo último.

Las hogueras tan mediterráneas, la pólvora de las verbenas y la celebración pagana que tanta identidad confieren a la cultura catalana han decidido salirse de la noche de San Juan para proseguir encendidas todo el año. La magia de las llamas ha sido sustituida por la insignificancia, el raterío intelectual del consejero de Interior, Miquel Buch, incapaz de olvidarse el encendedor ni cuando le toca apagar el fuego. Y a la vista de esa acumulación de heridos en la unidad de cuidados intensivos de los quemados políticos sería de agradecer que el nuevo gobierno que acabe dirigiendo España sepa que el fuego arde por toda Cataluña y que una prioridad de su mandato es controlarlo, primero, y sofocarlo, después. Permitir que todo sea arrasado por el sinsentido, como algunos resentidos proponen sotto voce, sería un drama de devastadoras consecuencias futuras.

Sí, sin complejos, y nada más conocerse la sentencia del Tribunal Supremo sobre el 1-O, el Estado debe aportar sus efectivos al incendio y trabajar desde dentro para evitar la innecesaria, destructiva y demoledora propagación de las llamas. Lo contrario convertirá la Cataluña del siglo XXI en un paisaje desértico, propio de Mad Max. Y eso, créanme, no interesa a nadie.