Que Cataluña desaparezca de los debates de TVE y Atresmedia, donde el share no es solo importante, sino vital, es el mejor ejemplo de que el procés está muerto. El juicio que se celebra en el Tribunal Supremo contra los responsables del referéndum secesionista supone un balón de oxígeno para el Gobierno de Quim Torra, sí. Y de la reverberación se encarga TV3, que en solo en las tres primeras semanas se gastó 130.000 euros en cubrir esta vista oral por la que han pasado los más aguerridos activistas del procés.

Pero Marchena es mucho Marchena, y hasta el bizarrísimo Albert Donaire, portavoz de los Mossos independentistas, se achanta cuando es citado a declarar como testigo. Recordemos que Donaire es muy dado a grabarse a sí mismo llamando fascistas a todo juez, político o ciudadanos que se sale del espectro separatista. Pero ayer, o no recordó esas soflamas o tiró de coartada absurda, esta es, que no pudo retirar urnas en el colegio de Ribes de Fresser porque había 500 personas delante. Lo que no dijo, porque el abogado de Vox no se lo preguntó --¿dónde está el punch que caracteriza a este partido?-- es cómo es posible que ante esa supuesta avalancha humana, él pudiera votar. Él mismo se encargó de inmortalizar el momento en las redes sociales. Los suyos expresaron su decepción ante la pusilanimidad del mosso.

Lo de Donaire, que nunca ha sido sancionado por sus señalamientos políticos, puede parecer una anécdota, pero define un estado de ánimo, una actitud ante esa república catalana que no existe, como dijo su compañero --este sí expedientado-- y que ni Torra, ni mucho menos Oriol Junqueras, parecen estar dispuestos a hacer efectiva. A partir de ahí se puede amenazar con un nuevo 155, hablar de indultos futuribles o de pactos entre Pedro Sánchez y los independentistas que nunca existieron. Poco negociaría el líder del PSOE cuando neoconvergentes y republicanos contribuyeron a tumbar los presupuestos de 2019, lo que propició el adelanto electoral. Incluso se puede hablar de clausurar TV3, cargarse a los Mossos y suprimir las autonomías. Cerrarlo todo, en definitiva, como propone Vox. Pero propuestas para desencallar el conflicto secesionista, ninguna. Nos las hubo en los dos debates de las televisiones de ámbito nacional, pues ninguno de los candidatos se esmeró en incluir el tema catalán en ese cruce de reproches, más allá de esa insistente cantinela sobre las negociaciones del presidente español con “batasunos y golpistas”, que ya no da ni para un titular.

Cansino el procés y cansinos esos debates en los que Pablo Iglesias brilló porque el ciudadano está harto de discursos faltones. Que el líder de Unidas Podemos haya mutado en hombre de Estado también es muy sintomático de ese moribundo desafío independentista. Y también demuestra que, de nuevo, en Madrid hay sectores sociales y económicos que se agarran a la esperanza de encontrar a un dirigente que prometa “moderación y calma”, como hizo Iglesias en ambos rounds televisivos.

Y como antes hicieron Josep Duran Lleida y Oriol Junqueras, “salvadores” de la patria, a ojos incluso del PP. Pero los acontecimientos de 2017 demostraron que hubo muchas mentiras en esa “operación diálogo”. Y mucho coqueteo de los podemitas con el derecho a decidir, ese triunfal eufemismo secesionista que logró engañar incluso a algunos dirigentes del PSC. El líder de la nueva izquierda hereda ahora esas simpatías de quienes ansían estabilidad y sosiego. Cataluña y el resto de España lo necesita, pero sobre todo Pedro Sánchez, si gana y quiere enfocar un futuro sin demasiados sobresaltos

Pero, sobre todo, hubo mucha irresponsabilidad en aquel pulso. Ni Carles Puigdemont ni Quim Torra parecen estar dispuestos a reconocer que sus bravatas, miel para los oídos rusos, ya no intimidan a nadie. Ni siquiera quienes pueden sacar rendimiento del conflicto catalán exprimen ese asunto.