Han hecho falta tres mociones de censura previas en este país para que una finalmente triunfe. Es verdad que se trataba del presidente con menos apoyo parlamentario desde 1977 y también que era la segunda a que Mariano Rajoy se enfrentaba, pero esas no han sido las únicas razones de lo que pasará hoy en el Congreso cuando se someta a votación la iniciativa.
Una moción de censura consta de dos partes. La primera es una especie de voto de confianza del Gobierno, es decir un examen al Ejecutivo a través de su presidente. La segunda es una evaluación al candidato a sustituirle. Es como una doble investidura. Por eso, quien supera el trámite pasa a presidir directamente el Gobierno tras la dimisión en bloque de éste y sin someterse a una investidura propiamente dicha.
Rajoy quiso convertir el debate de la moción presentada por Pedro Sánchez en una nueva reválida del secretario general del PSOE, tratando de desviar la atención hacia sus sospechosos compañeros de viaje --los Frankenstein-- y hacia las difíciles relaciones de Sánchez con los barones de su partido. Pese a su habilidad parlamentaria --es el mejor, con permiso del refrescante Joan Baldoví--, el ya casi expresidente no pudo evitar convertirse en el único examinado en esta ocasión. Le tenían ganas.
Y ha sido así no es solo la sentencia del caso Gürtel, la puntilla de este periodo de gobierno del PP y quién sabe si el final del partido.
Con 134 diputados y todo lo que le aguardaba en los tribunales, el PP seguía gobernando en un tono y unas formas fuera de lugar que han provocado un hartazgo generalizado. No es una cuestión de detalles, sino muy de fondo, que ya se había puesto de manifiesto en la anterior y breve legislatura, cuando Rajoy declinó el encargo del jefe del Estado de formar Gobierno, torpedeó la candidatura de Pedro Sánchez y forzó nuevas elecciones. Puso las instituciones a su servicio en un gesto desconcertante de rechazo profundo a las normas de juego.
Una respuesta con el mismo aroma que su plantón de ayer al Congreso. Una vez el PNV le comunicó el sentido de su voto, Rajoy decidió no asistir a la sesión vespertina, en un gesto de menosprecio a la soberanía popular de imposible comprensión en un político profesional. Una respuesta pueril que viene a respaldar a quienes atribuyen al PP sentirse incómodo en el traje de la Constitución y la democracia. Es una lástima que este sea el broche a una etapa de Gobierno, pero es coherente con otros comportamientos anteriores, como el incomprensible y permanente ninguneo a Ciudadanos pese a ser el socio de legislatura.
Eran manifestaciones de un final de ciclo que mantenía paralizado al Gobierno, inoperante ya antes de la moción de censura y al que la sentencia de la Gürtel había dejado grogui. Pedro Sánchez ha defendido bien su iniciativa, aunque ha estado más hábil que brillante. Se ha limitado a surfear a lomos de la ola que arrastraba a Rajoy.
El periodo que se abre ahora será mucho más complicado para él. Necesita ampliar al máximo la vida de su Gobierno provisional para beneficiarse de los hipotéticos réditos del poder, pero a la vez tendrá la presión enorme de sus compañeros de viaje para desgastarle y reducir al mínimo ese periodo.