Tenemos ante las narices un panorama político desolador --por inconcreto, abierto y lubricado para la sorpresa--. Las elecciones del 21D no han resuelto el problema de fondo y la sociedad catalana camina tan lenta como inexorablemente al empobrecimiento. Esos son hechos ya incuestionables. Los cinco años transcurridos desde que Artur Mas arrancó en 2012 con la presión soberanista, en forma de la llamada hoja de ruta del procés, nos dejan enseñanzas suficientes para hacer una lectura posibilista de los desgraciados acontecimientos vividos y preventiva a futuro.
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El PP del diletante Mariano Rajoy ha conseguido interiorizar que el problema político de la estructura territorial no es asunto baladí. El silencio o la actitud estaférmica, que tan buen resultado ofreció ante la eventual intervención de la economía española en plena crisis, ha sido insuficiente e, incluso, ha exacerbado los ánimos de aquellos ciudadanos españoles que viven instalados en posición de permanente rebeldía, tanto da si con posturas secesionistas en Cataluña o de confrontación populista con el propio sistema para el resto de España. Perder las elecciones a la derecha nacional en territorio catalán ya no se compensará como vasos comunicantes más allá del Ebro con resultados positivos. La amenaza creciente de Cs sobre el PP es una de las constataciones de la encuesta publicada ayer por El Español y la mayor amenaza que enfrenta sobre su desalojo del poder político español en breve.
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Las posiciones ambiguas, por más razonadas o equidistantes que se pretendan, no tienen cabida en el marketing político actual. Le ha pasado a Podemos y sus filiales territoriales con el asunto de la independencia, pero en parte ha sido una de las desconfianzas que ha truncado las posibilidades electorales del proyecto transversal del PSC en Cataluña. Los claroscuros, la gama de grises, los espacios intermedios y las posiciones tibias han quedado sepultadas en aras de la claridad de los posicionamientos y, en parte, de su radicalidad expositiva.
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El quinquenio de sainete soberanista ha aflorado la Cataluña dual que convivió durante décadas entre renuncias y resignaciones. La cantidad de ciudadanos que han abandonado sus respectivos armarios ideológicos es estratosférica y pocos quedan que no se hayan pronunciado con claridad sobre el tipo de comunidad a la que aspiran, o únicamente catalana o la tierra mestiza e integradora que durante siglos ha sido su definición principal. José Álvarez Junco lo analizaba ayer en El País, en clave del análisis tradicional del eje izquierda-derecha: "En esta era de globalización imparable, cuando se resquebraja la noción de soberanía absoluta, desaparecen fronteras y monedas y cualquier problema serio se plantea en términos transnacionales, los enemigos de la unidad europea, única utopía viva que aspira a superar el Estado-nación, son las derechas nacionalistas, defensoras de las viejas identidades soberanas. La izquierda española, caso raro, las acompaña en las trincheras de los excepcionalismos y las mitologías autorreferenciales. Lo cual rompe con su internacionalismo de raíz ilustrada. Y no es coherente con La internacional, ese himno que sigue aún cantando en sus mítines y manifestaciones y que clama por la unidad del género humano para su emancipación final".
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La clerecía catalana que ha cantado las excelencias del independentismo gracias a los recursos económicos de todos, esa a la que el profesor Benito Arruñada considera responsable de dividir a la histórica burguesía catalana, ha quedado señalada por el procés y difícilmente podrá mantener en el futuro próximo el mismo nivel de actividad en cualquier época posterior. Tanto da que sean empresarios y productores de comunicación, como Jaume Roures, Toni Soler, los Carulla, Oriol Soler..., que profesores y académicos como Agustí Colomines, Joan B. Culla, Joan Queralt..., empresarios como los dueños de Bon Preu-Esclat, las pequeñas patronales de micro y pequeñas empresas, como los profesionales independientes que han hecho del nuevo discurso nacionalista un modus vivendi en el cual el generoso reparto institucional de los recursos de todos ha sido la fuente única de financiación. Se han quemado en este quinquenio, aunque hayan sido bien retribuidos.
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Como se antoja difícil que en muchos años los catalanes lleguemos a contarnos de nuevo con tal nivel de participación electoral como la registrada el 21D, los 2,3 millones de ciudadanos que no optaron por propuestas secesionistas son más que los 2,1 millones que sí lo hicieron. La ley electoral favorece determinados territorios y genera un agravio respecto al valor del voto, pero ese era el marco de juego en el que se desarrolló la votación y mientras permanezca así serán los independentistas quienes tengan más facilidades para alcanzar mayorías de gobierno si siguen renunciando como prioridades políticas al resto de cuestiones diferentes a la archisantificada cuestión nacional. De ser así muestran con diáfana claridad cuál es el acento que más les importa colocar en su peculiar interpretación de la sociedad que dicen servir.
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Existe en Cataluña una masa social que, sin ser la mayoritaria, sí que dispone de una gran presencia e implantación en determinadas zonas del territorio. Son fundamentalistas de la fe nacionalista y tienen escasa predisposición al diálogo entendido como se conoció antaño (renuncia, transacción y peix al cove). El quinquenio les ha llevado a pensar que sus planteamientos máximos pueden obtenerse con tenacidad y constancia, aunque para ello sea necesario saltar las barreras legales y democráticas establecidas. Esa franja de población no depondrá sus intenciones, seguirá estimulándolas y trabajando para la ampliación de la base social que las apoya. Sólo una política más fundamentada en la finezza que en el as de bastos permitirá que se entretengan un tiempo largo y se dediquen a seguir la evolución del Barça en la Liga o en la Champions.
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Las leyes están para cumplirse, sin excepciones. No hacerlo tiene consecuencias y por más que se empeñen en presentar a los electos huidos y a los electos apresados como una irregularidad del sistema, su existencia y sus circunstancias son la mayor y más clara muestra de la normalidad y supervivencia de un sistema democrático. Todo lo demás es poesía soberanista inservible para la política.
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Hay dos Cataluñas. Claras, diáfanas, divisibles y hasta mesurables. El divertimento de Tabarnia muestra a las claras que la comunidad metropolitana de la Gran Barcelona, urbana y más progresista a lo largo de la historia y en el comportamiento de su ciudadanía, está comóda en el marco español, mientras que el resto, la Tractolandia, como se la ha bautizado en las redes sociales, muestra un entorno más rural, conservador, hispanofóbico, de raíz carlista, y claramente volcado al secesionismo. Coinciden, curiosamente, con la Cataluña rica, la española, y la más pobre, la que podríamos denominar la Cataluña catalana.
En las próximas semanas podremos comprobar si el independentismo, acuciado como está por sus propios problemas nominales, es capaz de bajar el diapasón y tomar nota de algunas de las lecciones emanadas de los últimos cinco años de locura política. Si así fuera podrían, disponerse a gobernar de manera tranquila, tranquilizar a sus estómagos agradecidos y dependientes y obtener alguna gracia del Estado. ¿Qué? Sea mediante una nueva financiación autonómica o el inicio de algún proceso de reforma constitucional de rango menor, cualquier cesión controlada permitiría calmar las reivindicaciones, todavía calientes y con las heridas sin cicatrizar, y esperar a otra generación para su siguiente envite.
Una de las principales lecciones que debemos extraer del quinquenio independentista es que sus promotores no se amilanarán en el futuro próximo
Porque, no lo olvidemos, una de las principales lecciones que debemos extraer del quinquenio independentista es que sus promotores no se amilanarán en el futuro próximo por más Unión Europea que se construya, por más globalización que se extienda por el planeta y por más límites internos que se impongan. Es algo que quienes no conviven en este territorio han demostrado comprender con alguna dificultad en los últimos tiempos. Cuando la ideología vive tan próxima a la actitud de creencia religiosa del nacionalismo catalán, lo que sucede es que se adapta y confunde con el terreno y el sentimiento se adecúa a los tiempos para sobrevivir entre generaciones. Y, periódicamente, quiere evangelizar y convertir a su religión de nuevo. Vamos, que los púlpitos han cambiado y resulta ya más peligroso Oriol Junqueras sin necesidad de enfundarse una casulla o portar un báculo (pese a lo bien que le sentaría) que el obispo de Solsona o el arzobispo de Tarragona.