Panamá, entre la ley y la moral
A través de la filtración de los papeles de Panamá se ha abierto, diríase que en el mundo entero, un interesante debate. Los límites de la ley y de la moralidad entre gobernantes y personas de alta responsabilidad pública, sea en las instituciones, en el mundo de la empresa o en cualquier otro ámbito.
Los legalistas están enfadados con que se hayan conocido los datos de cómo muchas personalidades utilizaban sociedades panameñas con fines que, en ningún caso, son ingenuos o del todo inocentes. Sostienen que poseer una empresa en aquel país de Centroamérica (o por extensión en otro de los considerados hasta hace muy poco paraísos fiscales) es perfectamente legal y, en consecuencia, no hay nada que decir.
El fiscalista Joan Anton Sánchez Carreté me lo recordaba ayer mismo en las redes sociales. Panamá dejó de ser paraíso fiscal en julio de 2011 y, en consecuencia, mantiene un total intercambio de información fiscal con España. Pero eso, que factualmente es irreprochable, tiene otras lecturas más del escándalo que no son ni legales ni normativas como se pretende presentar por parte de algunos.
De entrada, que el presidente ruso, islandés o argentino posean intereses económicos fuera de su país, cuando ninguno de ellos son grandes empresarios globales, con filiales por todo el planeta, es muy feo. Eso, para abrir boca. Pero, además de lo estético, si esos intereses en empresas o en cuentas domiciliadas en territorios off-shore no persiguen ahorrar impuestos (que es la principal función) tampoco parece que den mucho ejemplo sobre la seguridad jurídico-financiera que les ofrece el país que gobiernan.
No se trata de ningunear las razones jurídicas del tema, sino de abrir una perspectiva de análisis que no tiene por qué ser demagógica. Que la familia real pudiera tener sus intereses a buen recaudo en un país que durante años era un tax haven (refugio fiscal) no dice mucho sobre la institución que dicen defender y sobre los principios que inspiran su actuación personal ante personas que se golpean su pecho con frecuencia y ardor patriótico. Sucedió con Jordi Pujol, la justicia acabará determinando que está en paz con Hacienda por el asunto de sus ahorrillos andorranos, pero su catadura moral ha sido conocida.
El tema no es que la cuestión resulte o no legal, sino que no deseamos gobernantes, dirigentes o vecinos que tengan actuaciones ética o moralmente reprobables para con su comunidad. A nadie puede perdonársele, pero menos todavía a aquellos que además se arrogan la representatividad y el liderazgo de la comunidad. No lo permitiríamos con pederastas, ni tampoco con violadores o ladrones. No tenemos ninguna razón, por tanto, para aceptar la optimización fiscal de unos pocos con el viejo y simple argumento de que la ley lo permite. Porque lo que sucede en realidad es que el agravio comparativo se produce por esa vía y la igualdad de oportunidades se desvanece. Además de que nacen estructuras especializadas que se hacen de oro por ser los verdaderos arquitectos especializados de esas construcciones tributarias específicas para las grandes fortunas. Mi admirado Sánchez Carreté lo sabe, lo domina, pero en esta ocasión no le asiste la razón con el fondo del debate.