El nuevo Gobierno del PSOE no está pensado para beneficiar en nada al independentismo, en todo caso, para tender la mano al gobierno de la Generalitat en materia autonómica, con el objetivo de rebajar la tensión existente o como mínimo no empeorar las cosas en Cataluña. De las palabras de Pedro Sánchez en el Congreso no puede sacarse otra conclusión. Con 84 diputados, una mayoría de circunstancias y una minilegislatura por delante, la política paliativa parece ser la única aplicable. Un objetivo modesto y a la vez un cambio radical respecto de lo vivido en los últimos años.

La solución constitucional del conflicto catalán va para largo, tanto como el supuesto advenimiento de la república, asumiendo que en teoría cualquiera de las dos hipótesis, en sus múltiples variantes, pudiere darse; de lo contrario, deberíamos aceptar la incapacidad colectiva de resolver las diferencias, lo que nos convertiría formalmente en unos ineptos universales, en el hazmerreír de Europa, condenados a convivir permanentemente en la desconfianza, en la triste conllevancia.

El argumento que aconseja prudencia a la partes para evitar la precipitación de falsas salidas definitivas está en las tradicionales condiciones objetivas, realmente muy adversas. Ni el Gobierno Sánchez ni el Gobierno Torra están para tirar cohetes y dar según qué pasos. Los dos se han formado con un horizonte de transitoriedad, el del PSOE forzado por los acontecimientos y la aritmética, el de la Generalitat por voluntad propia y exigencias del guion legitimista. En estas condiciones, la tentación del electoralismo estará siempre presente y justamente el electoralismo es el enemigo número uno del contencioso territorial.

La política paliativa no atacará el fondo del problema de la relación España-Cataluña pero tiene otras virtudes. La principal, ayudar a modificar las actuales y desastrosas condiciones objetivas: persistencia del discurso unilateralista, existencia de políticos presos, ruptura institucional, judicialización de la crisis, desprecio de las razones mutuas, división interna de los catalanes, enfrentamiento entre radicales y moderados en el seno del soberanismo y también en el constitucionalismo.

Cualquier iniciativa pacificadora será aplaudida y criticada al mismo tiempo poniendo a prueba el temple de los nuevos gobernantes. La renuncia a la restauración del Gobierno cesado por el 155 no ha obtenido el apoyo unánime del independentismo, ni el voto de PDeCAT y ERC a Pedro Sánchez ha sido celebrado por todas las familias soberanistas; tampoco puede esperar el PSOE que el más mínimo gesto de atender una flexibilización del control financiero implícito en el FLA vaya a ser recibido con parabienes en la caverna unitarista, y ya no digamos la negociación de las 23 viejas propuestas de Mas o el acercamiento de los dirigentes presos a sus domicilios.

Las contradicciones del momento son gigantescas, entre objetivos finales y entre obras y palabras, que obligaran a todos a discernir a cada instante lo significativo de lo superfluo, lo real de lo imaginario. Un error de percepción, una provocación excesiva o un temor paralizante podrían dar al traste con la modesta e imprescindible política paliativa.