Ni tan siquiera los que, según dicen, sabían todo lo que iba a pasar con el procés pudieron prever que los modales de Donald Trump tuviesen imitadores en Cataluña. Era inimaginable aunque el ataque vikingo al Capitolio ya contaba con el precedente tan casero de la DUI, prolongado en las largas noches de contenedores en llamas, el tsunami y la endeble aplicación del 155. Otros estadistas del procés ya merecieron antes que Trump una visita del FBI a la residencia de Mar-a-Lago.

Ni la presidencia de la Generalitat --tanto JuntsxCat como la ERC hoy con pretensiones posibilistas-- ni la presidencia del Parlament de Catalunya pueden aspirar a dar normalidad a la vida institucional de Cataluña, porque para eso han destruido la legitimidad que creyeron obtener en las urnas. Si no es que están a la espera de juicio o inhabilitados, vegetan en despachos oficiales y escaños, cobran del dinero público, gesticulan o proceden a una metamorfosis sin verosimilitud. Imitan a Trump. Ni la mejor propaganda antiprocés hubiese superado lo que ha sido el descrédito de Cataluña propiciado por el procés. ¿Qué más después de profanar la memoria de las víctimas del atentado yihadista de 2017? ¿”Què volen aquesta gent”? ¿Qué más?

Ha sido un inmenso desfalco institucional, con cómplices pseudointelectuales, aquiescencia de muchos y silencio de tantos. Ciertamente, no faltó imprevisión del Estado pero al final lo más determinante acabó siendo un trumpismo grotesco, en manos de opinantes de feria y megalómanos de andar por casa, políticos de baja estofa, brujos y brujas de comarca, con el estupor de las gentes de buena voluntad. Los seguidores de Trump también niegan que perdiera las elecciones o que inspirase el asalto a la sede del poder legislativo. El independentismo decía buscar su general Washington pero apostaba por Trump.

Pensar en políticas superadoras no es un ensueño sino una urgencia, además de aplicar la ley con rigor, algo que no siempre entusiasma al gobierno de Pedro Sánchez. Sin una capacitación colectiva para girar página de modo consciente y razonable, el procés seguirá enquistado, cronificado, sin alternativas. ¿Cómo abrir las ventanas? Es posible que con la política habitual no baste. El futuro carecerá de aliento sin nuevos estados de opinión, sin una nueva generación, sin comunidad reflexiva, sin revertir por completo la idea de que la vía catalana pasa por alterar el orden constitucional. Esa es la parte más difícil después de los largos años de TV3, Catalunya Ràdio y el frente mediático tan permeable al procés. La espiral del silencio tiene sus inercias. El bunker independentista se ha resquebrajado pero parte del ilusionismo persiste. Con contabilizar los votos del constitucionalismo, la desaprovechada victoria de Cs o las manifestaciones contra la declaración de independencia no es suficiente: nuevas circunstancias de hartazgo o desilusión requieren de liderazgos capaces de sumar y salir de la actual vía muerta.

La sociedad catalana se debe a sí misma reconciliarse con su pluralidad. Lo contrario es seguir negando la evidencia de una Cataluña harta de conflicto y que desea convivir con normalidad, en las escuelas y en las calles, los ayuntamientos y el Parlamento autonómico, que vuelvan las empresas que se fueron y que cese el sectarismo institucionalizado. Es indefectible que perder un minuto más represente perder el tren por largo tiempo. Imitar el desdén de Trump hacia todo lo razonable y diverso lleva al desequilibrio general. Y a pesar de todo quedan votantes fieles a Trump como quedan personas todavía confiadas en que el procés no fue un fraude. Es la herencia de tantas ambigüedades y mascaradas, trumpismo con barretina  y lazo amarillo o el imperdonable insulto a las víctimas del atentado jihadista de hace cinco años. Y ahora, ¿qué?