¿Es normal que el CEO, el organismo dependiente de la Generalitat que hace las encuestas en Cataluña, pregunte periódicamente a la ciudadanía qué significa ser "un verdadero catalán"?
Para ser más específicos, la pregunta que el Centro de Estudios de Opinión formula es la siguiente: ¿Qué circunstancias son importantes para ser un verdadero catalán? Las opciones que ofrece como respuesta son: haber nacido en Cataluña; poder hablar catalán; ser católico (sí, ¡ser católico!), o compartir las costumbres y las tradiciones catalanas.
A raíz de la elección como presidente de la Generalitat de Quim Torra, un político con un largo historial de declaraciones etnicistas y supremacistas, se ha especulado mucho sobre cuál es el porcentaje de catalanes y catalanas que comparten este tipo de planteamientos. Los escritos de Torra representan una posición extrema dentro del nacionalismo catalán. El odio hacia todo lo que huela a España y el desprecio hacia la ciudadanía que tiene sus orígenes fuera de Cataluña y se expresa en castellano, han marcado un antes y un después en el discurso integrador que había prevalecido desde la recuperación de la democracia.
Es difícil pensar que el 47% de ciudadanos y ciudadanas que votaron a los partidos que han hecho posible la investidura de Quim Torra en el Parlament compartan sus afirmaciones. Sin embargo, deberíamos preguntarnos seriamente si es casualidad que algunos piensen lo qué piensan hoy en Cataluña. Si no estamos propiciando la creación de un determinado marco mental desde nuestras propias instituciones. Si es ético hacer este tipo de preguntas con normalidad si queremos propiciar la convivencia de una sociedad que es plural y diversa.
Quizás no es extraño que la nueva consellera de Cultura del Govern, Laura Borràs, diferencie sin complejos en redes sociales entre “catalanes” y “españoles que viven en Cataluña”. Porque es el propio CEO que lo hace en sus encuestas. ¿Con qué frase se siente más identificado/a?, pregunta el CEO. Las posibilidades de respuesta son: soy un catalán/a que vive en Cataluña; soy un catalán/a que vive en España; soy un español/a que vive en Cataluña, o soy un español/a que vive en España.
No hay opciones para los que se sienten tan catalanes como españoles (una mayoría según las encuestas) ni para aquellos que tienen identidades múltiples o más amplias, como la europea.
¿Qué tendrían que contestar aquellas personas que han nacido en Cataluña pero tienen padres de otros lugares de España, lugares que visitan regularmente, con los que mantienen vínculos y que se sienten también un poco andaluces, vascos o extremeños? Ser español no es equivalente a ser parte de alguna de estas identidades que en cada una de sus variantes tienen sus propias especificidades y su valor añadido.
¿Qué sucede con los miles de inmigrantes que no han nacido ni en España ni en Cataluña pero han construido sus vidas aquí? Europeos, latinoamericanos, asiáticos o africanos que se han adaptado a las costumbres locales, que aprecian su cocina, que han aprendido las lenguas que se hablan en Cataluña y han hecho de esta tierra su hogar. ¿Qué son todas estas personas? ¿Qué serán sus hijos que comparten distintas herencias culturales? ¿Tienen que aspirar a ser “verdaderos catalanes”?
¿Y qué sucede con los catalanes que han emigrado a otros lugares? ¿O los hijos de los que se vieron forzados al exilio y regresaron hablando el catalán con acento extranjero? ¿Qué tendríamos que contestar en estas encuestas los que no nos situamos en ninguna de estas categorías, lo estamos sólo en parte o creemos que plantear estas cuestiones es una gran equivocación?
Sería interesante, tras conocer las declaraciones del presidente Quim Torra pero también de otros miembros de su Govern como Laura Borràs y Jordi Puigneró, si hay muchas personas que creen que existe algo que pueda ser definido como “un verdadero catalán”. Y si existe, qué son para ellos los ciudadanos de Cataluña que no se adaptan a esta definición.
Vivimos en un mundo en que las fronteras cada vez marcan menos la identidad de las personas. La globalización ha tenido como consecuencia que el mundo sea más accesible y que las personas se muevan con mucha más facilidad que hace unas décadas. Si a mediados del siglo XX ya era imposible poner en Europa unas fronteras que separaran las comunidades que compartían una etnia, una cultura, y una lengua, como magistralmente explica Claudio Magris en su libro El Danubio. ¿Es posible hacerlo en pleno siglo XXI?
Magris convierte el río Danubio en un símbolo de una aspiración pluralista de convivencia entre pueblos en contraposición al exclusivismo del nacionalismo alemán. El libro está impregnado de recelo ante la idealización de los particularismos que luego se convierten en bandera de lucha y que estos días vuelven a hacerse presentes en la proliferación de toda clase de movimientos nacionalistas y xenófobos en Europa.
La realidad es que cada vez más territorios dentro y fuera de Europa son el Danubio, una mezcla de etnias, culturas y lenguas que comparten sus tradiciones y enriquecen las sociedades haciéndolas más interesantes y complejas. La noción de pueblo uniforme no tiene sentido en sociedades que son heterogéneas en origen, intereses, creencias y costumbres.
Quien controla las preguntas, controla las respuestas, dice el politólogo norteamericano Larry Bartels, en su libro Democracy for Realists, en el que ofrece múltiples ejemplos de cómo la ciudadanía reacciona de forma totalmente distinta según cómo se le formulen las preguntas.
Todas estas encuestas que escarban en la identidad de las personas acaban con una opción anodina, la de "no sabe/no contesta", que es probablemente en la que nos situaríamos la mayor parte de los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña. No sabemos/no contestamos pero no compartimos el supremacismo que rezuma el nuevo Gobierno catalán, y que rezuman todos los nacional-populismos que no aceptan la creciente diversidad de nuestras sociedades.