A las elecciones de mañana, los constitucionalistas tenemos derecho a asistir con expectación pero al mismo tiempo con cierta tranquilidad. Ocurra lo que ocurra, hay un hecho insoslayable: el procés separatista ya ha fracasado. Cuando digo procés me refiero a la sofisticada operación que entre 2012 y 2017 ha pretendido convencer a la mayoría de los catalanes de que la secesión era deseable, justa, necesaria y hasta inevitable. O, como mínimo, que todo ello desembocaría en la celebración de un referéndum impuesto a España por la comunidad internacional. Nada de eso ha sucedido; todo lo contrario, las elecciones de mañana han sido convocadas en el marco de la aplicación del temido artículo 155 de la Constitución sin que Cataluña se haya convertido en el Maidán tantas veces anunciado. Las candidaturas independentistas concurren desde la indigencia programática: prometen implementar la república que supuestamente declararon el 27 de octubre, pero sin saber cómo, sin fechas ni nada que se parezca a una nueva hoja ruta. En realidad, solo piden el voto para evitar la “humillación”, para que los constitucionalistas “no arrasen con todo”, para “liberar a los presos”, para “volver a llamar la atención en Europa”, para frenar la victoria del “bloque monárquico”, etc.

En su campaña no han hecho más que apelar a la moral de resistencia de su parroquia tras el ridículo de finales de octubre. Porque de lo que se trata ahora es de no perder la esperanza, pues “la democràcia sempre guanya”, reza el cartel de ERC, y urge ponerse “dempeus” contra el 155, se ha insistido mucho estos días desde la CUP; mientras los de Junts per Catalunya han pedido concentrar el voto en su candidatura para que regrese “el nostre president” y abochornar así a Rajoy. A excepción de los anticapitalistas, los mensajes de las dos listas mayores han sido muy contradictorios, negando la unilateralidad, como si no fuera con ellos (“es un invento del Estado”, dijo Marta Rovira), pero al mismo tiempo amenazando con volver a las andadas si el Gobierno español se niega a “reconocer los resultados” del 21D. Con todo ello no estoy rebajando la importancia de las elecciones de mañana, ni curándome en salud por si los independentistas alcanzasen la mayoría absoluta.

Ocurra lo que ocurra mañana, no olvidemos lo esencial: en términos de oportunidad histórica, los separatistas ya han perdido

Entendámonos bien, los comicios son una oportunidad de oro para cambiar la marcha de la política catalana, pero una victoria de los separatistas no las convertiría en otra cosa (“las elecciones son para elegir un gobierno regional”, recordaron ayer desde la Comisión Europea). Sí tuvieron, en cambio, un carácter más trascendental en 2015, unas autonómicas convocadas con carácter plebiscitario por Artur Mas, bajo la promesa de alcanzar la independencia en 18 meses y una coalición formada expresamente para ello, Junts pel Sí. Ahora es altamente improbable que las suma de ERC, JxCat y la CUP supere el 47,8% que obtuvieron juntos hace dos años. Por debajo de esa cifra, resucitar en serio el discurso unilateral es imposible y no hay nada nuevo que temer, al margen, claro está, de que se prolongue fatalmente la crispación política, la incertidumbre económica y el daño a la convivencia. Solo para evitar quedarnos prisioneros de este escenario es razón suficiente para ir a votar. Aunque un gobierno constitucionalista no parece probable a causa de la sobrerrepresentación electoral de Lleida y Girona, ocurra lo que ocurra mañana, no olvidemos lo esencial: en términos de oportunidad histórica, los separatistas ya han perdido. A lo más que pueden aspirar es a seguir animando el sueño de la independencia y a aburrirnos con su propaganda, mientras cobran buenos sueldos desde el Govern y reparten generosas subvenciones a su entramado mediático y asociativo. Motivos para echarlos no nos faltan.