La gente capaz de sacrificarse por alcanzar sus objetivos personales es merecedora de respeto, por eso, cuando un dirigente independentista advierte a sus seguidores del sacrificio inevitable para alcanzar la secesión siempre es de admirar. Una cosa bien diferente es la apelación inaceptable a un escalamiento del conflicto o al incremento de la polarización de la sociedad como método de trabajo para llegar a disponer de un estado propio. Incluso podría aceptar la fórmula utilizada el otro día por la consellera Àngels Chacón en los micrófonos de Josep Cuní, fijemos el precio a pagar por realizar nuestro sueño (el suyo) y veamos si la gente está dispuesta a asumirlo. Eso dijo.

Nada hay que objetar a que los independentistas vayan a sacrificarse por su causa ni que estén predispuestos a pagar un cierto precio por llegar hasta el final. Más bien parece encomiable. De hecho, algunos de sus dirigentes están pagando un alto precio en años de cárcel sin haber conseguido otra cosa que sacar los colores al Estado por el exceso judicial y penal, y haber demostrado científicamente el fracaso de la estrategia unilateral.

La alarma por estas sugerencias a someterse a determinados peligros para ganar una batalla política planteada muy legítimamente por una parte de los catalanes es que estas elogiables ansias de heroísmo personal están pensadas para arrastrar a todos, incluidos naturalmente a quienes no son independentistas, que hasta la fecha, son, como mínimo, tantos como los que lo son.

¿Cuál puede ser el precio a pagar para que media Cataluña se salga con la suya? Se supone que será algo más que la ofrenda grupal de pasar unas noches a la intemperie para conseguir un colapso de tráfico de mayor o menor magnitud que pudiere llevar al Estado a pensar en rendirse. Hay que imaginar que cuando la titular de Empresa y Conocimiento se refiere a este inconcreto precio a soportar por el país está pensando en términos de crecimiento, bienestar, reputación, competitividad empresarial y turística, sin descartar la factura social del descontento de quienes vayan a tener que soportar, contra su voluntad, la cuota correspondiente del teórico precio de la independencia.

Llegados al quinto párrafo, habrá quienes ya se hayan preguntado si todo este argumentario de la injusticia de querer hacer pagar a todos por el interés de la mitad (o por las consecuencias de su predisposición al sacrificio) no es exactamente aplicable en sentido contrario. Por qué los partidarios de la independencia deben resignarse a seguir como estamos (según parece, lastrados por el déficit fiscal y el desinterés del Estado en nuestra felicidad) por el solo hecho de que la mitad del país se niega a aceptar la bondad del proyecto separatista.

Aquí estamos. La disyuntiva no es fácil. Tal vez apuntando que la irreversibilidad de la apuesta independentista (y la incógnita de su viabilidad) impediría conocer los resultados de la muy necesaria reforma del actual modelo territorial, al que le quedan varias etapas antes de llegar al punto de ruptura, podría aceptarse una premisa elemental: antes de fijar criterios de autoinmolación del país sería más justo explorar fronteras menos conflictivas. Para evitarnos sacrificios innecesarios, si puede ser.