Entretenidos con el procés y otras trifulcas --y, por supuesto, con la pandemia-- se nos escapan movimientos en la esfera internacional que de alguna manera repercutirán en nosotros. Los de Rusia, por ejemplo.

 Vladímir Putin sostiene que la desaparición de la URSS en diciembre de 1991 "fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX".  Se comprende semejante idea viniendo de un exagente del KGB soviético y miembro del PCUS hasta 1991. No la compartirán gentes de Estonia, Letonia, Lituania, Georgia, Ucrania, Armenia, entre otras repúblicas exsoviéticas.

Ciertamente, la disolución de la URSS fue un suceso de una categoría tal que marcó un antes y un después en la geopolítica mundial. Durante décadas los posicionamientos estratégicos se hicieron a favor o en contra de la URSS.  Pero desde mediados de 1980 ya casi nadie creía en la URSS. Se derrumbó más por su ineficiencia sistémica y su anquilosamiento ideológico que por su fracaso (civil, que no militar) en la confrontación con Occidente.

El verdadero gran acontecimiento del siglo XX fue la constitución de la URSS en diciembre de 1922. Aquel experimento social despertó el interés y la esperanza de trabajadores e intelectuales del mundo entero.

La implantación de la URSS fue tremendamente traumática. Después de la derrota de Rusia en la Primera Guerra Mundial, tuvo que superar una guerra civil atroz (de liquidación de clases), la intervención internacional, el bloqueo, hambrunas y un esfuerzo de industrialización pesada que dejó exangües al campesinado y a las masas urbanas proletarizadas. El estalinismo acabó de alejarse del humanismo marxista --alejamiento que iniciaron Lenin y Trotsky-- y creó el Estado del PCUS: burocrático, dominado por una nomenklatura extractiva y represor como pocos ha habido en el siglo XX, algo que olvida Putin.

No obstante, la URSS fue una referencia ineludible. Su sola existencia dejaba entender que otro sistema de producción era posible. Sus errores y crímenes fueron ignorados, velados o justificados. Su victoria sobre la Alemania nazi, al precio increíble de 27 millones de muertos --incluidos los causados por la propia vesania represora--, cerca de 70.000 pueblos y ciudades arrasados y más de 6.000 industrias destruidas, reforzó por un tiempo su posición en el mundo.

La URSS ha sido sucedida en el plano internacional y militar por Rusia, que ha heredado las ambiciones de aquella, parte de su poder y de sus prácticas liberticidas, pero no es la URSS.  En todo caso, le hemos de agradecer que evitara la dispersión de armas nucleares en el caos de la disolución. La Rusia actual no ofrece ningún atractivo ideológico ni es un modelo político o económico que invite a ser seguido.

Rusia, con 17,098 millones de km2 y 144 millones de habitantes, en 2019 tenía un PIB de 1,687 billones de dólares, solo algo superior al de España (1,393 billones), y su PIB per cápita era claramente inferior al nuestro: 10.115 y 23.693 dólares, respectivamente. Y, valga la metáfora, en Moscú no hay ningún mercado municipal comparable al barcelonés de Galvany o al madrileño de San Miguel.

Putin pretende recuperar el estatus de gran potencia de la URSS y para ello ha hecho de Rusia un poder intimidante apoyado en un formidable aparato militar, el único terreno en el que puede competir con Occidente: 1.500 ojivas nucleares desplegadas, 13.000 blindados, 3.000 aeronaves, 70 submarinos nucleares.

La UE tiene motivos para inquietarse por las frecuentes acciones desestabilizadoras de la Rusia de Putin: la tensa vecindad con los países bálticos que alojan importantes minorías rusófilas, la anexión de Crimea, la amenaza constante a Ucrania, el apoyo a la Bielorrusia del dictador Aleksandr Lukashenko, más las interferencias intoxicantes en las redes de servicios paraoficiales.  

Una reciente iniciativa de Putin eleva el desafío, incluso ha sorprendido por su radicalidad. Presenta a la OTAN un proyecto de tratado que establece el reconocimiento de la influencia de Rusia en la antigua órbita soviética, la renuncia de la OTAN a integrar en la alianza a más repúblicas exsoviéticas --de los actuales 27 Estados europeos de la OTAN, 12, que tuvieron regímenes comunistas, ya forman parte de la alianza-- y la eliminación de la infraestructura militar de la OTAN instalada en la Europa del Este después de 1997.

La OTAN no aceptaría jamás esa “claudicación”, por lo que la propuesta de Putin --que la justifica para frenar el “cerco geoestratégico de la OTAN a Rusia”-- suena a farol de cara a la negociación. Convendría, sin duda, un tratado que redefiniera las relaciones de la OTAN y Rusia para la seguridad en Europa, pero es imposible sobre parecidas bases.  

En el contexto de la siempre problemática relación de la UE y la OTAN con Rusia, destaca aún más la ingenuidad, no exenta de frivolidad, de los presuntos coqueteos del entorno de Puigdemont --probablemente asentidos-- con servicios rusos en busca de apoyos para la independencia de Cataluña. De ser ciertos, cabría calificarlos de “alta traición”.