Hasta comienzos del siglo XX, el miedo a las epidemias generaba traumas y reacciones individuales y colectivas, escenas dramáticas que condicionaban cualquier trabajo, emoción o sentimiento. Así le sucedió al barcelonés Joan Salines durante el contagio de 1651. Ejercía como escribano del Consell de Cent y, el 5 de junio, no pudo evitar dejar de lado su papel burocrático y reflejar en el Dietario municipal su impotencia ante “las desditxas, treballs, angúnies y desastrades morts (que) se succehïen”. Su relato continuaba con el trasiego de enterradores que recogían los cadáveres casa por casa: “llançant aquells tal vegada per las finestres en lo carrer per a posar en dites carretes”.

El espectáculo no podía ser más estremecedor, aunque los deseos de supervivencia eran tales que mutaban en sorprendentes gestos ante la todopoderosa muerte. Los fossers no iban por las calles en silencio, sino que avisaban de su llegada con “ses guitarres, tamborinos i altres cosas de divertiment per a poder borrar de la memoria les afflictions grans”. La música ya era un antídoto. En las carretas de la muerte cabían hasta cincuenta cuerpos que eran trasladados a la fosa común abierta ese día, con suerte al lado de la iglesia más cercana. Si la carreta iba completa, los enterradores portaban a sus espaldas las criaturas muertas y los cuerpos ya amortajados.

Todo podía ir a peor. En Sevilla, durante la descomunal peste de 1649, los cadáveres fueron algo más que una pesadilla. Los carros no daban abasto y los cuerpos se amontonaban en las calles, esperando ser recogidos. En ocasiones, llevaban tanto peso que los ejes se partían y se abandonaban con toda su carga varios días en medio de la calle. La acumulación era tanta que un escribano anónimo dejó constancia de “los muchos que a ojos de cristianos se comieron perros y lechones”.

Al descalabro humano se añadía la irresponsabilidad o la falta de solidaridad de algunos líderes civiles o espirituales del momento, muchos de los cuales acababan infectados. Como anotó el escribano Salines, la creencia más extendida era que este sufrimiento llegaba por “los pecats de sos habitants”, y recordaba que al no haber enmienda “Déu nostre senyor no alça la mà del càstig”.

Había que buscar a los intermediarios con el cielo para que pudiera remitir la epidemia de turno. Pero sucedía en muchas ocasiones que curas y demás clérigos eran los primeros en abandonar la ciudad. Así ocurrió, por ejemplo, en la Sevilla de 1649: “sólo esta falta de ministros de los sacramentos atemorizó mucho a la gente (…) Y en este medio socorrió la gran bondad de Dios que llegó un socorro de religiosos de diferentes órdenes enviados de Córdoba por su santo obispo, que ya lo es de esta ciudad”.

La superior y nueva autoridad eclesiástica tuvo que poner orden ante la irresponsabilidad y egoísmo de los más privilegiados. No fue la primera ni la última vez que los más poderosos eran los primeros en huir a sus segundas residencias.

Se comprende que, para evitar el contagio, los habitantes de pueblos y ciudades que quedaban confinados recurriesen desesperados a diversas prácticas mágicas y religiosas y que, llegado el caso, empleasen todo tipo de violencias, aunque contraviniesen el orden estamental. Si la marcha no se había hecho a tiempo, la recomendación médica más común era cerrar poblaciones y controlar caminos para evitar el contacto con los que habían escapado de otros lugares infectados. Nada nuevo, casi todo estaba inventado, incluso el triunfo de la impiedad y la desconfianza hacia las personas más necesitadas. Y si era necesario había que atacarlos, como relató un clérigo ante la huida despavorida de habitantes de Mataró a principios de 1590 hacia la capital barcelonesa: “ab armes de foch y alabardes contra els pobres ciutadans ab la major crueltat ques pot imaginar”.

Con el retorno de la peste siempre se entonaba un sálvese quien pueda. Cuando la epidemia comenzaba a hacer estragos se vivían violentas disputas por la acumulación de víveres y, a continuación, se evitaba el contacto físico y se imponía el egoísmo individual. Los padres -escribió Salines- huían de los hijos, los maridos de las mujeres y los amigos de los amigos: “així que el sentirse un home encontrat sols trovaba a Déu nostre Senyor per pare, per amich y per espòs”.

Todos, ricos y pobres sucumbían a los temores y a la tristeza, a las depresiones y a la desconfianza, porque el último y mayor miedo era ser lanzado a una fosa común sin las seguridades de un correcto tránsito al más allá. La ansiedad por ser despedido con los últimos sacramentos y cubierto por tierra bendecida en cementerios parroquiales, llevaba a unos y otros a la corrupción del último negocio: el funerario. Los médicos consentían previo pago falsificar las causas de la muerte, y los enterradores aceptaban sobornos para trasladar cuerpos a selectos lugares sagrados, con nocturnidad y alevosía.

Durante los contagios y la mortandad, era inevitable que las relaciones humanas se pervirtiesen entre los mismos habitantes y respecto a la divinidad. Como ha afirmado José Luis Betrán, el historiador que mejor ha estudiado estos fenómenos en España, la peste era un tiempo de inversión: “una especie de carnaval trágico donde parecía derrumbarse la moral y donde el egoísmo aparentaba reinar”. Pero, pese a tantas tragedias, las epidemias nunca cuestionaron el orden político y social, al contrario, acabaron siempre fortaleciendo a aquella autoridad que encabezaba, con decisión firme y en nombre de la solidaridad, la lucha contra el contagio. Lecciones de un pasado, no demasiado lejano.